EMPIEZO A NAVEGAR


Hola a todos los internautas aficionados a la literatura. Soy un creador de universos imaginarios y ejerzo de poeta en mis ratos libres. Aquí publicaré mis "mairenatas", palabra que da título al blog. El nombre viene del libro de Antonio Machado "Juan de Mairena", en que un profesor habla con sus alumnos de educación secundaria manteniendo ingeniosos diálogos que tienen un algo entre filosófico e irónico, como no podía ser menos en Don Antonio, a mitad de camino entre el continente de la poesía y el de la filosofía. Sed bienvenidos todos los que recaléis en estas páginas.

Podéis llamarme Montespán, aunque mi nombre es Juan Francisco


EL SIGNIFICADO DEL AMOR


“Amor” es una vieja palabra olvidada, una palabra desgastada por los poetas, una palabra bastardeada y degradada por los ideólogos, con ella los sacerdotes de todas las religiones han intentado conmover a los seres humanos, justificándose en ella los políticos han intentado seducir con sus cantos de sirena a las muchedumbres. Se ha abusado tanto de esa palabra que los hombres ya casi han relegado su significado al limbo de lo utópico o de lo inalcanzable. La gente se levanta cada mañana y sigue empleando este vocablo. Toman decisiones en sus vidas, algunas de ellas muy importantes, que cambian el rumbo de una o de varias vidas, decisiones que justifican apelando al tan manido vocablo. Como una moneda de oro que yaciese en el fondo de un profundo estanque, esta palabra ha ido criando verdina y moho sobre ella, ya no se ve el brillo original.

El éxito de esta palabra ha sido tal que es uno de estos fenómenos que los sociólogos llaman “morir de éxito”. De hecho el amor es aquella realidad desconocida que es más deseada por la gente, que es más buscada. Sin saber muy bien qué cosa sea el amor, o creyendo tener en su mente una cierta idea del amor, la gente es capaz de cualquier cosa por conseguir ese elixir mágico con el cual creen encontrar el sentido de la existencia y la plenitud existencial. Pero, ¿saben de verdad qué es el amor y qué consecuencias entraña? Cuando las personas hablan de amor a menudo hablan de cosas diferentes. Incluso el cine o la literatura se han permitido frivolizar sobre el tema. Cuando en la película “Love Story” uno de los personajes le dice al otro “amar significa no tener que decir nunca lo siento” está proporcionando una visión sesgada y empobrecida del amor. Porque, ¿qué clase de amor es ese que no es capaz de tener en cuenta los defectos del otro, sobre todo si consideramos que todos los seres humanos tenemos carencias y cometemos errores? Si así fuera, si no pudiéramos amar a personas con defectos, entonces el amor sería imposible y amar una empresa tan quijotesca como enamorarse de una labradora y vestirla en la imaginación con las galas de Dulcinea del Toboso, la emperatriz de la Mancha. Y, sin embargo, el peso de estas concepciones sociológicas del amor que nos transmiten el cine y la literatura ha sido tal que todos los años miles de parejas se rompen porque responden en su ruptura a alguno de esos estereotipos facilones que del concepto de amor se nos quiere comunicar en los medios de comunicación de masas. Lo que está claro es que si existe el amor es una realidad personal, individual, no algo que dicten las modas del momento ni las películas de época. Puede ocurrir que algunas personas renuncien a personalizar e interiorizar el amor y se rijan por criterios externos, pero está claro que eso tampoco es algo que ataña a la esencia del verdadero amor.

En principio podemos diferenciar el amor como sentimiento universal entre personas y el amor sexual o erótico entre los miembros de una pareja. El amor universal es un sentimiento desinteresado que busca el bien del otro sin esperar nada a cambio. Es el amor de las personas bondadosas hacia su prójimo. En la medida en que hemos instaurado una civilización materialista y egoísta esta clase de amor va desapareciendo y llegará el día que se hable de él como de algo del pasado. Por desgracia es así. Pero mientras esto ocurre o no quizá todavía haya muchas personas que sean capaces de amar con este sentimiento altruista. Los santos lo lograron en un grado extremo. En este presupuesto el yo se olvida de sí mismo y se sacrifica desinteresadamente. Si hay cualquier tipo de mira o de interés personal, entonces no es tal sentimiento. Este sentimiento puede darse en diferentes grados. En alguna medida, el amor que sienten los padres hacia los hijos es esta clase de amor, por más que pueda estar contaminado de egoísmo o de egocentrismo, al amar a los hijos porque son una prolongación de las características y de los genes de los padres. Desde el momento en que se ame a los hijos porque sean un espejo o una prolongación de uno mismo ese amor no es desinteresado y mucho más lo sería amar a un hijo adoptado. Pero si se ama al hijo no por sí mismo, por el valor infinito que tiene como persona, sino para llenar las propias carencias o vacíos afectivos, entonces tampoco puede hablarse de amor absolutamente desinteresado. El síndrome del nido vacío deja al descubierto las carencias emocionales de muchos padres, incapaces de amar a distancia al hijo que fue el objeto de su devoción durante media vida. Pero el amor desinteresado precisamente por serlo debería ser capaz de la purificación y del distanciamiento.

El amor sexual o erótico ha sido reducido en nuestra cultura a veces a la práctica del sexo en común, a mantener relaciones carnales. Pero esta simplificación entraña también una enorme degradación y de ahí a practicar el sexo sin amor hay sólo un paso. Esta reducción corre pareja con la desfeminización de la mujer y otras aberraciones como el feminismo convertido en uno de tantos radicalismos exaltados que remueven el ambiente de nuestra época. Esto debe aplicarse también al varón. Tanto él como ella deben esforzarse en agradar al otro miembro de la pareja, porque desdice de la condición del amor el entregarse a la pereza. Claro que estar preparado y agradar al otro exige esfuerzo y sacrificio, tanto como lo exige el ser comprensivo, paciente y tolerante con los defectos del otro, el llegar a amarlo por él mismo y no por lo que nos proporciona en regalos, en dinero o por lo que aporta al matrimonio. El amor tiene una finalidad en sí mismo. Amamos a alguien cuando disfrutamos de su compañía, cuando somos felices por el simple hecho de estar a su lado, porque la presencia de esta persona nos inspira y nos completa como seres humanos. Esa felicidad llega a ser plena cuando la mutua posesión completa las carencias que en ambos pueda haber. Pero se desvirtúa cuando se convierte en afán de manipular y de convertir al otro en un objeto para nuestro disfrute, se lo reduce al rango de mera pertenencia personal, como un apéndice de nuestra persona al que no se le concede ni la dignidad ni la autonomía suficientes para decidir por sí mismo en cualquier cuestión que le afecte. Por eso la piedra de toque del verdadero amor es el respeto a la libertad del otro, a su capacidad de decidir por sí mismo, porque en ella radica la verdadera dignidad de la persona, que es inalienable y es de hecho el don más valioso de un ser humano. No se puede renunciar a ello y los miembros de una pareja que lo hacen entran en una espiral de relaciones sadomasoquistas que sólo genera infelicidad. Amar es compartir libremente. Pero no se puede forzar ese compartir. Y tampoco podemos pensar que las dos personas de una pareja son igualmente generosas en la entrega. No hay dos seres humanos iguales. Los hay que ponen todo lo que tienen encima de la mesa y le dicen al otro: aquí está todo, lo pongo a tu disposición, empezando por mi tiempo, mis esfuerzos, mis energías, mis talentos y capacidades, mi cuerpo, mi belleza. Otros en cambio se dan con reservas. De cualquier modo el amor es algo que modifica a las personas, y al entrar en el campo de fuerzas de una relación ya ninguno de los dos será el mismo. Para bien o para mal, cada movimiento que vamos haciendo en el juego suscita una respuesta del otro. Jugamos con él, no contra él. Colaboramos en la instauración de un nuevo ámbito de vida compartida, no nos reservamos para nosotros mismos las ventajas de la nueva situación. Respetar al otro supone dejarle un espacio personal para que tenga vida propia, no sea un mero satélite nuestro. Supone el permitir que difiera de nosotros en todo aquello que él o ella escoja libremente diferir. La tolerancia con las divergencias es indispensable para que el amor subsista. Hay que saber que si el otro es diferente eso nos enriquece, no supone una merma de nuestras posibilidades ni un atentado contra nuestro ego.

La mutua entrega del cuerpo en el acto sexual entraña no sólo un placer físico sino también espiritual. Con esta entrega se simboliza plenamente el amor. A veces se olvida esta segunda faceta. La posesión del otro sólo es auténtica posesión cuando no entraña una degradación de la persona sino una elevación a un plano superior. Igual que no es lo mismo tomar una ciudad por asalto que recibir graciosamente del alcalde de la ciudad las llaves de la misma, no es igual que una mujer se entregue a su pareja por rutina, por aburrimiento, por sufrir excesivas presiones del varón, que si lo hace libre y voluntariamente. Incluso haciéndolo libre y voluntariamente puede haber grados en la disponibilidad y en la entrega. Si la mujer se prepara libre y espontáneamente para el acto sexual, sabiendo que va a hacer una donación de sí misma, y como se sabe valiosa, desea hacerse estimar en su auténtico valor, este autoenaltecimiento no supone sumisión al varón por ceder al deseo de agradarle. No hay ningún mal en embellecerse, depilarse, perfumarse, vestirse para la ocasión con lencería… Si la mujer no hace todo esto porque piensa que supone hacer concesiones al varón entonces renuncia a una cierta faceta de su feminidad y por ese camino acabará renunciando al amor mismo. Cuando la mujer se entrega a su pareja es como si le dijera: “Ven, amado, tienes abiertas todas las puertas de mi ciudadela, tendidos todos los puentes, me he preparado y embellecido para ti, ven a tomar posesión de tu reino en el salón del trono, soy toda tuya, tuyo es mi cuerpo y tuya mi alma toda entera.” Esta culminación del amor expresa un deseo de unión más profundo de las personas que no se detiene en lo físico. Los dos amantes saben que sus cuerpos no pueden constituir una unidad sino de forma efímera, pero lo verdaderamente importante es la unión de las almas. El placer físico intenso de la fusión de los cuerpos va acompañado del placer espiritual que se tiene al saberse tan valioso para el otro. Muchas parejas tienen problemas en su relación con el otro por problemas de autoestima y si no se entregan con más frecuencia al amor es también por inseguridad, por poner trabas y obstáculos interiores al amor, ya que al no considerarse valiosos a sí mismos no se sienten en disposición de gozar ellos mismos y de hacer gozar a su pareja. También el varón puede prepararse para agradar más a la mujer, comprarse una ropa que lo haga más atractivo, utilizar cosméticos (de hecho en la publicidad actual cada vez más se percibe el uso de productos exclusivos para el varón), mantenerse en buena forma física para parecer más esbelto, más robusto, y responder al estereotipo que espera la mujer en el hombre. Se puede de algún modo plegarse a estos estereotipos sin abdicar de la faceta personal del amor. No hay contradicción en ello. Porque se es hombre y mujer dentro de una cultura y de una época, inevitablemente. Lo que hay que tener buen cuidado es de no vaciar de contenido al amor por una excesiva servidumbre o servilismo en relación con dichos estereotipos culturales. Por encima de cualquier convencionalismo debe asomar siempre lo que de más genuino hay en el amor, que es la personalidad de cada uno de los amantes, y eso es algo tan original y diferente que se transparenta detrás de todo estereotipo y no debe ser desvirtuado por poner demasiado el énfasis en el envoltorio. Cuando se saborea una botella de vino lo importante es el vino, el envase es secundario, por más que resulte agradable una botella bien diseñada y una etiqueta elegante y estética plagada de indicaciones acerca de las características del vino, las referencias a la denominación de origen y otras minucias técnicas. Lo importante en el amor es hacer un rito de la entrega, del don de uno mismo. Buscar los tiempos y los momentos para que esa entrega sea maravillosa, especial, una experiencia que construye interiormente a la persona, nunca una dejación o abandono de las propias peculiaridades. Lo que le falta al amor tal como lo concibe la civilización actual es autenticidad. Son demasiados los disfraces y las máscaras con los que el mundo moderno insulta al verdadero concepto del amor. Muchas relaciones efímeras en que sólo se exalta el placer sexual sin que haya verdadero amor desembocan en el vacío. Nuestra cultura abusa de los psicotrópicos y de los somníferos, las clínicas psiquiátricas están llenas de personas deprimidas que han jugado a aprendices de brujo con sus instintos, que son fuerzas tan poderosos que pueden llevar a la persona al caos mental, a la locura o al suicidio. Todo esto proviene de engañarse uno a sí mismo y de engañar al otro, de decir amor donde sólo se dice placer o desahogo de los sentidos, de decir entrega y para siempre donde sólo se dice pasatiempo y por un rato tan sólo. Quizás se pueda amar con sencillez y verdad, sin grandes ceremonias, pero el ser humano tiende por su naturaleza religiosa a hacer de todas las cosas un rito. Y no es malo hacerlo así. Buscamos en cada instante tener una experiencia de la totalidad, una visión del cosmos. Y cuando nos unimos a nuestra otra mitad y nos convertimos en rey y reina mutuamente entonces el universo se sitúa delante de nosotros y nos muestra sus enigmas, nos sentimos plenificados.

Digo que la culminación del amor en la entrega sexual es el resultado o la culminación de un proceso de acercamiento entre los dos miembros de la pareja. Pecarían de ingenuos quienes pensaran que las personas que forman la pareja están siempre igual de próximos el uno del otro. Lo cierto y verdad es que igual que los planetas del sistema solar pasan por muy diversas posiciones en el espacio y hay veces en que la órbita de uno se acerca a la de otro, así sucede también en las relaciones de pareja. Hay acercamientos y distanciamientos, enfados y reconciliaciones, momentos de enfriamiento o de paréntesis en las relaciones y momentos de fogosidad y entusiasmo. Dado que se trata de dos seres vivos y la vida es movimiento y dinamismo, no tiene nada de extraño que las cosas sucedan de ese modo. Lo sorprendente sería que dos personas se amaran como si fueran dos frías estatuas, sin moverse nunca del sitio ninguna de las dos. Cualquier pretensión de hacer de una relación que es dinámica algo estático resulta absurda y antinatural. Por lo demás buena parte del significado del amor tiene que ver con la posibilidad de realizar proyectos en común, desde criar a los hijos y educarlos, hacer viajes juntos, decorar una vivienda comprada por ambos, o participar de alguna actividad que apasione a ambos.

El amor es paciencia, paciencia con los defectos del otro. El amor es perdón. El amor es desear el bien del otro. El amor es evolucionar con el otro, envejecer con el otro. El amor es también disfrutar de la soledad para luego saborear mejor la compañía del otro. Amar es aprender a estar próximos aunque haya cierta inevitable distancia por las diferencias de educación, de cultura, de apreciación de la realidad, de concepción del mundo, de ideología, de valores, de saber estar y socialización. Son esas diferencias las que nos constituyen como personas. Ser persona es ser diferente. Diferente a los otros en todo, aunque sólo sea en pequeños matices. Ser persona es saberse especial y diferente, único, único entre millones de personas que hay en todo el mundo, es más: irrepetible. En la medida en que hacemos saber al otro que comprendemos esas peculiaridades, esas diferencias, y las respetamos, estamos afianzando el amor, haciéndolo más sólido. En la medida en que tributamos pequeños homenajes a esas diferencias del otro, homenajes de tolerancia y de paciencia cuando las diferencias puedan a veces suponer una pequeña renuncia o sacrificio de nuestra parte, de modo que el otro perciba que lo aceptamos tal como es, estamos ensanchando y enriqueciendo el caudal del amor. Pero esas renuncias y esos tributos que hacemos a las diferencias del otro serán tanto más valiosos cuanto más libres sean y cuanto menos perjudiquen a nuestras propias peculiaridades. Porque en el amor las diferencias deben coexistir mutuamente reforzándose, no oponiéndose, pues oponer las diferencias es el camino de la disensión y de la discordia. El otro debe saber que apoyamos sus diferencias y él debe a su vez hacernos llegar el mensaje de que está de acuerdo con nuestras peculiaridades, de que las acepta tal y como son y que se siente enriquecido con ellas. Ambos deben ser conscientes de que son muy afortunados de tener al lado a una persona con esas diferencias. Sería muy aburrido tener junto a uno a un clon de uno mismo, que tuviera los mismos gustos, las mismas preferencias personales en todo e incluso los mismos defectos. La individualidad de los dos miembros de la pareja se refuerza por el contraste con las peculiaridades del otro. Esta diferencia debe llegar a ser una complementariedad, no una oposición radical que llevaría a la ruptura. Los dos amantes deben ser tan inteligentes y deben tener tanto interés por el bienestar del otro que se digan mutuamente: TE ACEPTO TAL Y COMO ERES PUES DESEO QUE SEAS FELIZ Y SÉ QUE NO PODRÍAS SERLO SI NO FUESES TAL Y COMO ERES, ES DECIR, SI NO FUESES TÚ MISMO. EL MEJOR TRIBUTO QUE PUEDES HACER A NUESTRO AMOR ES NO RENUNCIAR A SER TÚ MISMO. ME SENTIRÍA OFENDIDO SI POR ADAPTARTE A MI FORMA DE SER RENUNCIARAS A LA TUYA. LA MEJOR PRUEBA DE QUE REALMENTE ME AMAS ES QUE SIGAS SIENDO EN LO ESENCIAL TAL COMO ERAS CUANDO TE HE CONOCIDO.

Y qué ocurre con los defectos que pueden dañar y deteriorar una relación de pareja. Esos defectos existen. De hecho muchos matrimonios fracasan por ello. Hay que dar tiempo al otro para que evolucione, para que madure. Y el otro debe escuchar nuestras sugerencias desde un clima mutuo de tolerancia y de apertura y flexibilidad. El otro debe poner voluntad para cambiar todo aquello que nos perjudique en la relación. Si el otro no está dispuesto a cambiar aquellos aspectos de la relación que nos molestan y nos hieren entonces es que no nos ama lo suficiente. O que es el suyo un amor egoísta, es decir, que es un sucedáneo del verdadero amor. Porque amor y egoísmo son dos términos antitéticos y suponer que puedan coexistir es como la cuadratura del círculo, un imposible metafísico. Si el amor a uno mismo es tan grande y tan absorbente que no deja ningún resquicio para amar al otro a pesar de uno mismo, entonces el amor al otro, que esa es la noción elemental del amor, no existe. Y eso es así por más que intentemos disfrazar de toda clase de máscaras a ese monstruo resultante de eliminar el deseo de que el otro sea feliz y una predisposición por nuestra parte a favorecer y desarrollar esa posibilidad de felicidad del otro.

La mejor forma de conseguir que el otro cambie para bien en aquellos aspectos que nos perjudiquen consiste en establecer unas metas en común, fijarse unos objetivos en el tiempo, establecer fechas concretas para que el otro dé pasos en la dirección correcta. Esta es la pedagogía del amor. Cuando establecemos fechas sabemos que son hitos que nos ayudarán pero también sabemos que no podemos ser rígidos y que puede ocurrir que a veces las fechas no se cumplan porque los seres humanos somos de voluntad débil y nos equivocamos con frecuencia. Al establecer las fechas el otro debe estar plenamente de acuerdo en lograr esos objetivos y debe prometernos que desea cambiar y colaborar en subsanar esos problemas. Se debe partir de un mutuo diálogo y de unas bases en común (pues es mucho más lo que une que lo que separa a los miembros de la pareja) y de una postura sincera en ambas partes. A partir de ahí se deben dar pequeños pero sólidos y firmes pasos en la dirección correcta. A veces los miembros de una pareja, a pesar de haber engendrado hijos juntos y de haber compartido multitud de situaciones difíciles, no tienen la suficiente confianza como para abordar esos asuntos problemáticos, o uno de ellos se deja avasallar por el otro. Esto da lugar a situaciones de injusticia en que una de las partes sobrelleva como puede los problemas que el otro no quiere resolver. Para que el amor no se vea asfixiado por este tipo de situaciones debe haber apertura mental por ambas partes y tener el deseo y la disponibilidad para que, como en ciertos negocios, haya “garantía de satisfacción total para el cliente” (aunque aquí no quepa aquella cláusula de “si no está satisfecho le devolvemos su dinero”). Las relaciones amorosas son relaciones en que las rupturas son siempre dolorosas, ya que lo que aquí se pierde cuando las cosas van mal no es dinero (aunque a veces también) sino sobre todo algo que es irremplazable: el tiempo y las oportunidades de ser felices. Y eso no vuelve nunca una vez que se ha perdido… Por eso hay que ser cautelosos y no dar pasos de los que luego nos sintamos arrepentidos. El amor exige ser diplomático y prudente, no correr riesgos innecesarios. Si un ladrón nos roba el dinero eso se puede reponer fácilmente, pero si nos roban el corazón o nos hacen vivir una experiencia sentimental negativa, ese daño es muy difícil repararlo. Pese a ello estamos hartos de ver en las discotecas a jóvenes que se entregan a orgías de fin de semana y despertar en la playa. Nada de eso lleva a conocer el verdadero amor.

El amor es confianza y cualquier circunstancia que dañe la confianza entre los miembros de la pareja destruye el amor. Cuando amamos nos situamos sin armas (inermes) y en estado de suma debilidad ante el otro sabiendo que no nos dañará. Como una ciudad sitiada se rinde ante el ejército invasor, así nosotros al amar abrimos todas las puertas y confiamos todos nuestros secretos. “A quien confiamos nuestro secreto damos nuestra libertad” afirma una célebre frase. Pero esa confianza no es un cheque en blanco. Esa disponibilidad a la entrega supone como contrapartida no abusar de dicha confianza, ser sumamente cautos o prudentes para no extralimitarnos en nuestro cometido, pues si traicionamos la confianza depositada en nosotros lo perdemos todo. Eso es lo que está en la base de tantas infidelidades y lo que arrastra a tantas rupturas matrimoniales. Porque traicionar la confianza depositada abre ilimitadas posibilidades de volver a repetir esa traición. “Quien hace un cesto hace ciento” dice el dicho popular. Y una vez que nos han fallado nos pueden volver a fallar. Una primera vez, por tanto, supone dejar la ciudadela desarmada, sin guardas, para que el enemigo la asalte cuando quiera, sin que tengamos garantía alguna de que aquello no ocurrirá. Porque cuando se es desleal a la promesa dada inicialmente de fidelidad no hay ninguna razón para pensar que no pueda volver a suceder conociendo las flaquezas de la naturaleza humana. Dicho esto, también hay que decir que hay parejas en que la persona traicionada perdona al otro y le da una segunda oportunidad y a veces funciona. Si la persona que ha cometido ese error se arrepiente en su fuero interno y valora de verdad esa relación y no quiere echarla por tierra, entonces si el otro es lo suficientemente generoso como para perdonar hay una segunda oportunidad. No ocurre esto en todos los casos. Sólo en algunos. A decir verdad, lo más frecuente es que después de la infidelidad sobrevenga la ruptura, entre otras razones porque el rencor generado por la traición en la persona traicionada hace muy difícil la convivencia. Y no todo el mundo es capaz de perdonar hasta ese extremo. Repito que hace falta una gran magnanimidad y una gran generosidad de espíritu para ello. En general los hijos en común son el más fuerte vínculo que une a una pareja. Pero incluso teniendo hijos muchas parejas no logran superar una situación de infidelidad de uno de los dos cónyuges. Ciertamente los hijos son la prueba viviente de que en un momento de sus vidas hubo amor, están ahí proclamando que esas personas han llegado muy lejos en el camino de la unión, han entreverado sus vidas, han construido un hogar. En momentos de naufragio hay que agarrarse a esta realidad, que es sólida y bien fundada, para seguir adelante. Los hijos no tienen la culpa de los errores de los padres y ellos se merecen todo nuestro amor.

Sí, el amor, por el carácter excelso y sublime de este sentimiento, invita a todos los excesos y nos pone en el camino de todas las demasías y exageraciones. Él abre las llaves de todas las delicadezas. El amor, que inspiró siempre a los grandes poetas, trae consigo en una bandeja todos los dones. Pero el principal es el don de sí mismo. Porque todo aquel que se entrega se conoce y el que mezquinamente se reserva para sí mismo se pierde y no llega a conocerse jamás. Ya lo decía Cristo en el evangelio: el que quiera ganar su vida la perderá y aquel que la pierda la ganará. El amor es un sublime acto de conocimiento del otro y de uno mismo. Nunca llegamos a conocer del todo a la persona que amamos, aunque creamos conocerla. Porque nos separan dos pieles y dos mentalidades muy diferentes. Esa aventura no cesa jamás, aunque la muerte pueda poner término a nuestra vida. Amar es conocer, decía San Agustín. Y en la Biblia se dice que Adán conoció a su mujer para referirse a que tuvieron conocimiento carnal. El cuerpo es el vehículo a través del cual se revelan parcialmente las almas. Pero si cada alma humana es un infinito de deseos y de posibilidades, el experimentar nuevas facetas de esa misteriosa realidad está siempre a nuestro alcance. Los verdaderos amantes son como los descubridores de nuevos continentes. Hay que ser humildes para amar. No se puede amar desde el orgullo o la soberbia. El hombre y la mujer deben saber de qué mimbres están hechos, de qué barro nos han amasado. Somos criaturas limitadas, débiles, frágiles, sometidas al imperio del tiempo y de la muerte. No se puede amar desde la autosuficiencia y desde la prepotencia de creernos superiores a los demás. Sólo se puede amar desde el reconocimiento de los propios defectos, desde la perspectiva de madurez que nos da la vida con todas las derrotas y decepciones que nos va inflingiendo. Sólo se puede amar al otro cuando vemos en él a un compañero tanto de momentos de triunfo como de fatigas y desilusiones, fracasos y vencimientos. Intentar pasar factura al otro por nuestros fracasos o nuestros complejos destruye el amor. Para amar se requiere responsabilidad y madurez: asumir nuestros errores y fracasos de modo personal. No es fácil porque desde pequeños recibimos el mensaje de que es más fácil desde nuestra cultura ocultar mediante mentiras (mentiras a los demás pero sobre todo mentiras a uno mismo) nuestros fracasos. Esta sociedad sólo admite a los triunfadores. A los fracasados los centrifuga a la periferia y los margina. Por eso es tan importante la humildad y la sinceridad en el amor. Porque sólo a las personas que son flexibles y viven en la verdad se les revela el verdadero significado del amor, aquel “Ama y haz lo que quieras”. Puedes sentirte verdaderamente libre amando si concedes a tu pareja la misma libertad. Pero esa libertad no supondrá nunca la posibilidad de dañar al otro ni la de poner tus propios intereses por encima de los de él. Bien fundamentado el amor en unos principios éticos elementales (no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti, la conocida regla de oro de la ética en todas las culturas), entonces el territorio que se abre al amor es casi ilimitado, es el territorio de la vida misma, porque el amor no conoce fronteras. Igual que el ser humano carece de libertad para autolesionarse o dañarse a sí mismo, y si cometiera esos actos no serían el resultado de una auténtica libertad sino de una obcecación o ceguera espiritual, así también nadie debe tomarse la libertad de dañar al otro en la relación amorosa, porque cuando uno ama de verdad el otro es una prolongación de uno mismo y debería dolernos en carne propia todo lo malo que le sucede. Y si el otro es tan insensible que no entiende esto y nos daña, entonces deberíamos dialogar con él para hacerle ver el daño que nos ha inflingido. Y si se negara a hablar con nosotros entonces estaría proclamando con su actitud irresponsable que no nos ama. Porque el amor no es cuestión de palabras sino de hechos, se revela menos con declaraciones ostentosas y retóricas que con actos sencillos pero verdaderos en los que se trasluce el interior de la persona. Es más, la excesiva palabrería hace daño al amor, porque el país del amor es el silencio y es en la profundidad de ese silencio donde el amor sienta sus reales y reina como soberano poderoso, es allí donde se gestan sus hazañas, en lo secreto. Y los verdaderos hijos del amor son silenciosos y son también los hijos de la paz y del perdón. El amor es un sentimiento tan inefable y maravilloso que no debiera existir otro destino para un ser humano sobre la tierra. Y todo lo demás sería perder el tiempo. Demos gracias por todas las oportunidades de amar que hayamos tenido en nuestra vida. Porque no otro es el secreto de la felicidad que tanto buscan los hombres. Ahí radica todo.

© Juan Francisco Cañones Castelló

DELIBERACIÓN SOBRE LA "INJUSTA" BELLEZA

¿Por qué habría de ser inocente la Belleza?
Por ella Adán mordió de una manzana tan seductoramente ofrecida.
¿No estaba prefigurada en Eva la belleza de todas las mujeres del futuro?
¿Cómo resistirse a semejante fruto?
Por ella fue tomada Troya e incendiada[1].
¿No dicen que el amor es fuego?
Por ella Friné[2] fue absuelta por sus jueces.
Por ella Urías[3] fue enviado a primera línea de batalla
y David lloró sus amores culpables con Betsabé.
Por ella María Coronel[4] se desfiguró el rostro.
Por ella fue castrado Abelardo[5].
¿Quién sostiene aún que la belleza sea justa?
Sobre lechos de dolor y de amargura,
sobre la senda de los esclavos,
se alzarán cuerpos nuevos, rutilantes,
espléndidas mujeres virginales
y efebos adolescentes.
¿Es justo que sean los herederos del dolor?
¿Lo es que la belleza escale hasta el cielo
después de haberse apoyado en una cadena de infamias?
¿No nacieron hermosas doncellas de una estirpe de rameras?
¿No tuvieron en su linaje los castos mancebos a varones disolutos?
No pueden evitar ser hermosos los que lo son,
como el día no puede dejar de ser día y el sol brillar en el cielo.
No existe más dulce fatalidad.
Serán envidiados por ello.
¿Deberán pedir perdón acaso?
Si se les ha concedido un don,
¿deberán ocultarlo para protegerse del rencor de los deformes y obtusos?
Sufrirán el hostigamiento y el acoso de miles.
¿Quién los defenderá de los tristes y retorcidos?
¿Es que la Belleza no soporta también su carga?
¿Por qué pretendemos doblegar a la frágil Belleza?
Somos nosotros los doblegados
bajo el espectáculo sutil e impalpable de su esplendor.
Así queremos permanecer siempre,
deslumbrados bajo ese delicado peso
sin el cual, ¡ay!, no tendría sentido nuestra vida.
Si no eres hermoso, ¡oh, hijo de Adán!, no sufras por ello.
Toda esa belleza se hizo para ser contemplada.
No quedarás ayuno en este banquete.
Tú también estás invitado a entrar en comunión con lo sublime.
No des tu alma a la tristeza.
Aprende a agradecer la presencia de la Hermosura,
que todo lo santifica.
¡Gloria eterna a los herederos de todos los despojos,
gloria a los que muestran el resurgir del alba tras la noche,
que se allanen a su paso todas las sendas,
que enmudezcan todos los labios,
que en su contemplación sólo reine el silencio
y al éxtasis suceda el puro arrobamiento!
¿Es que la cercanía de la Belleza no nos hace divinos?
Benditos sean ahora y siempre,
de edad en edad, de eon en eón,
todos los que son hermosos de cuerpo o de alma,
que la vida les sea benévola y la divinidad indulgente,
que los hombres les sonrían y toda fortuna les colme,
pues como mensajeros de los dioses
van abriendo para nosotros en este mundo
la difícil senda que al Paraíso conduce.
Si alguno no cree en los ángeles, que los contemple.
Y si aún alguna duda tuviera,
que su corazón se esponje con humildad
y se deje penetrar por la Gracia de la Belleza.
El que atiende a la perfección se olvida de sus propias carencias.

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[1] El asedio e incendio de Troya se debió a la belleza de Helena, que fue raptada por el enamorado Paris, hecho que suscitó la respuesta de las tropas aqueas y la artimaña del célebre Caballo de Troya.
[2] Friné: célebre cortesana griega que se desnudó ante el tribunal que la juzgaba, que extasiado ante tanta belleza decidió perdonarla.
[3] Urías: el marido de la judía Betsabé, mujer que había contemplado desnuda (cuando ella estaba bañándose) el rey David. David envió a Urías a la muerte en el combate dando instrucciones para que el soldado fuera colocado en el sitio más peligroso de la batalla, con el fin de que dejara viuda a su mujer y poderse casar el rey con ella, como así hizo, engendrando en ella a Salomón. Luego David, al ser consciente de su pecado, lloró sus culpas y escribió los Salmos.
[4] María Coronel era una dama de gran belleza, noble y virtuosa, de Sevilla que, cortejada por un personaje de la realeza, prefirió desfigurarse el rostro e ingresar en un convento antes que acceder a las pecaminosas pretensiones de quien quería seducirla.
[5] Los amores de Abelardo y Eloísa, una célebre pareja de amantes de la Edad Media, acabaron trágicamente cuando el tío de ella acompañado de un grupo de hombres mandó castrar a Abelardo. Luego ambos, Eloísa y Abelardo, se separaron y entraron en sendos conventos, pese a lo cual siguieron escribiéndose cartas hasta el final, parece ser.

© Juan Francisco Cañones Castelló


MONÓLOGO DEL REBELDE

Preferiríais que fuera sumiso, lo sé. Os molesta mi rebeldía. Pues si os molesta os fastidiáis. No me voy a plegar a vuestros caprichos ni a vuestras rutinas. Me molestan tantas leyes y tantas normas. No nos dejáis respirar el aire de la libertad. El que saborea la verdadera libertad una vez, jamás podrá ya renunciar a ella. Os lo aseguro. No habéis visto detrás de cuántas revoluciones en la historia de la humanidad estaba el espíritu de la Libertad guiando al pueblo. Pensad por ejemplo en Espartaco, aquel valiente esclavo que guió a los suyos a la utopía, aunque al final acabaran todos crucificados. ¡Cuántos como él después repitieron el gesto! No, no os dejéis seducir por los cantos de sirena del progreso. El verdadero progreso es ser libres. No renunciéis a ello. Pensad que a cada vuelta de tuerca que dé el destino intentarán aherrojaros y maniataros de mil formas distintas. Os hablarán, por ejemplo, de la comodidad de utilizar máquinas. No os engañéis. La sujeción a las máquinas es una de las peores esclavitudes a las que os podéis ver sometidos. Simplificad vuestra vida, no dependáis de artilugios mecánicos, que como cosas hechas por hombres os pueden fallar en el momento más crucial, cuando os sean más necesarias. La autonomía personal empieza por las pequeñas cosas, los pequeños detalles de cada día. No os creéis necesidades artificiales, porque cada una de ellas coartará vuestro bien más preciado, que es la libertad. Si no me creéis haced la prueba. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Pero, una vez perdida la libertad, ésta se hace querer y añorar, ¡creedme, lo digo muy en serio!, aunque luego no todos son capaces de recuperarla. Los hombres no valoran esta joya esencial, no la estiman en lo que de verdad vale. Y luego se lamentan. Se dejan esclavizar por el abuso de placeres efímeros, como una sexualidad desenfrenada, las drogas, la ambición de poder y de dinero. Hinchan su ego y luego se ven aplastados bajo el peso de ese ego elefantiásico y descomunal como hormigas aventadas por la tormenta.

¿Sabéis por qué soy rebelde? Os lo voy a decir, no tengo empacho en revelaros mi secreto. La verdadera libertad nos permite seguir en el empeño de ser nosotros mismos, no renunciar a nuestra esencia. Si perdemos nuestra dignidad y renunciamos a ser nosotros mismos, nos dejamos moldear por los otros hasta el punto de llegar a ser unos extraños; entonces, ¿qué nos queda? Alienarse es perderse. Sólo se poseen a sí mismos los que no se dejan atrapar en la telaraña de la locura. Y este mundo conspira para que caigamos en sus trampas, está continuamente tentándonos con todo tipo de apariencias. Hay mil formas de enloquecer, todas aparentemente atractivas, seductoras. Pero el precio final que hay que pagar es que la persona no es ya la dueña de sí misma. Eso es el esclavo: alguien que no se posee a sí mismo. No sólo las personas pueden esclavizarnos. A veces el dominio que puede instaurar una cosa sobre nosotros puede llegar a ser más sutil y certero que el que mantiene una persona. Hay que estar alertas. No renunciéis nunca a llevar las riendas del carruaje de vuestra vida. Abandonad cualquier proyecto si este implica esa renuncia aunque sea de forma más o menos velada o implícita. Las únicas esclavitudes dignas de un hombre: la Verdad, la Belleza, el Amor, la Paz. Pero para dejaros poseer por ellas deberéis primero renunciar a toda atadura. ¿Estáis dispuestos a tamaño sacrificio?

© Juan Francisco Cañones (texto extraído del "LIBRO DE LOS MONÓLOGOS")


PALABRAS ESCRITAS POR EL DEMONIO DE MORG

La semilla viscosa del hombre emerge de los pantanos de la carne y en un impulso ciego, muy propio del que huye de las ciénagas, se adentra en el territorio de la locura, un cuerpo de mujer (nido sin retorno), en el rito de asedio de un vientre y en la coronación de un destino. Desde esta sede lóbrega el emigrante busca espacio abierto, sale a poblar de inquietantes chillidos la limitada extensión en donde mora. Si diesen cuenta de él entonces la espada, el fuego o el veneno, este alborotador no alcanzaría la sazón del fruto. Al hombre adulto y belicoso le pierde el deseo de mujer lasciva y a la hembra exhibicionista y dada a lujos el de un varón fecundante y poderoso. Si el fruto primerizo de la hembra mostrara aletas y escamas sería más fácilmente la presa de Leviatán; si en vez de robustos brazos, alas, abarcaría el aire alto hasta llegar a las cimas de los montes. Si careciera de patas y se arrastrara serpenteando por el suelo, un elefante podría aplastarlo sin distinguir entre él y un simple escarabajo. El excesivo mimo con que la mujer trata a sus crías hace de éstas entidades con afición a la vida regalada y el hedónico desmadre. La dolce vita no se hizo para criaturas mortales. Mas dejemos que consuman sus inútiles gozos en las garras del tiempo, que este ladrón acabará despojándolos de todo lo que de valor haya en su haber.
(De un papiro egipcio de la XII dinastía)

© Juan Francisco Cañones Castelló


METÁFORA

Indagué en los misterios que obsesionan
y os ofrezco este fruto de mi viaje:
perdonadme sea escaso el equipaje.
Parvos gozos mis búsquedas coronan.

Ángeles: energías que liberan.
El cielo es un estado de armonía
que a la muerte del cuerpo sigue un día.
Las virtudes como astros reverberan.

Éxtasis es dulzura que enamora
y a la séptima esfera lleva el alma,
de su carne olvidada en una hora.

Eternidad es el lugar donde se mora
habiendo trascendido en esta calma
toda vicisitud alienadora.

© Juan Francisco Cañones Castelló


E L V I A J E R O

(Relato alegórico)

«Cuando llegue el crepúsculo de los dioses la serpiente devorará la tierra y el lobo el sol.»

J.L. BORGES


I

Durante muchos meses dormitaba flotando en la marea de los días sobre una delgada y uniforme capa de tedio. Raras veces salía de mi letargo, si no era para lamentarme de mi suerte o bostezar. Cuando en alguna de estas taras ocasiones levantaba al fin la mirada hacia un cielo poblado de estrellas, la constelación del Dragón me guiñaba maliciosamente en cada una de sus puntuales vértebras, como invitándome a mayores empresas que aborrecerme a mí mismo. Peto cuando decidía alejarme del mar­co de mis desdichas caseras, mis deseos salían de lo hondo y sobrenadaban hacia la cloaca en que pululan los abúlicos sueños de muerte, hasta que la in­decisión me anegaba enteramente.


Poco a poco fui domesticando mi pereza, reabsor­biendo aquella languidez pueril en esperanza. Era entonces justamente el tiempo en que ya no perdía mis sueños en contemplar estrellas, sino que preparaba el viaje.


II

Cuando todo parecía dispuesto para iniciar la na­vegación hacia los confines de aquel mar de silencio en que se había mudado pata mí el mundo exterior, mi cuerpo se asemejaba a un fardo, y era tan inerte -a causa de mi tristeza inmemorial- que apenas podía moverlo. Entonces sonreí, y, auxiliándome de los difuminados recuerdos de una infancia demasia­do remota, me lancé a la persecución de mi meta sin conocer o decidir de antemano qué ruta tomaría ni qué equipaje podría resultarme a ciencia cierta más liviano a la larga. Me decía, en mi fuero inter­no: «Seguro que daré con el camino, y ya nada habrá de preocuparme, o bien algún alma bondadosa se complacerá en ayudarme a orientar mis pasos.

Avanzaba durante todo el día, sin detenerme, has­ta que ya los pies no me sostenían. Entonces me acomodaba bajo una higuera y tomaba el parvo alimento que renovaba mis fuerzas. Así, solazándome en estos instantes en que hacía esporádicas concesio­nes al cansancio, pude recorrer el país en que habitan los hombres-sin-corazón, tierra seca y desheredada, más parecida a un enorme desierto que a otra cosa, y atravesar la selva de los descabezados, regada con un abundante llanto que les brotaba del ombligo, y en donde ningún árbol daba frutos. Caminaba devo­rando mundo a lo largo y a lo ancho, dejaba la tierra y cruzaba el mar, pero el ingente globo no contenía milagros ni misterios, sólo hombres agotados por el trabajo y mujeres que cosían a la luz de una vela.

Eran sus aldeas húmedas concentraciones de cho­zas, y cada una de aquellas macilentas cabañas yacía separada de las otras como un leproso que se nutrie­ra de inmovilidad y de miseria. Sus rostros agobia­dos resplandecían cuando las hogueras les aliviaban del frío y sus ojos eran como breves lunas gemelas que presagiaban inviernos. La vegetación del hastío se enroscaba en sus cabellos y formaba lechos de heno turbio sobre los que la desesperación retozaba con la barbarie.
Me cegaban el asombro y la tristeza y extendía mi mano para saludar con prisa a los esclavos.

Partía al fin, arropado en los benévolos oráculos de los dioses locales. Y cuando acabé de enfrentar­me con la realidad de los hombres y el corazón se me hubo agrietado, me despojé del lastre inútil de la desesperación, aunque mi inercia no amainara.


III

En aquel día de oscuro amanecer, cuya historia se pierde en el tiempo, emprendí la captura de un aparecido. El absoluto tenía a los de su clase tan estrechamente asidos que no los dejaba deslizarse, y al comprobar lo irremisible de sus destinos se de­batían en invisibles cadenas como el condenado que espera en vano el cumplimiento de la sentencia.

Pues la eternidad les era demasiado lejana e inac­cesible, y la creían poblada de alimañas astrales y lobos etéreos.
Cuando un poniente tan oscuro como el alba hacía estragos en el horizonte y la languidez de todos los seres afluía mansamente hacia la noche, logré atra­par a uno de aquellos espíritus burlones y le dije:
-Súcubo[1], desvélame la ruta de la serpiente que se muerde la cola[2], para que mi incredulidad, inmersa en luminosa visión, se desvanezca, y esta marea de desdén hacia hombres y cosas ceda.
Pero el joven espíritu se negaba a hablarme y hube de amenazarlo con estas palabras:
-No te soltaré sino a cambio de que prometas ir ante mí señalándome la dirección en que habrá de soplar el espíritu del fuego.
El daimon[3] hizo la promesa y juró en nombre
del viento polar, y de todos sus antecedentes y con­secuentes, hasta que lo solté y se sumergió en la niebla.


IV

Cada noche observaba las constelaciones, esperando un signo en el firmamento para partir y encon­trarme con el espíritu en los pantanos, y las estrellas cantaban en la incertidumbre un himno silencioso a lo remoto. A mi alrededor una calma bochornosa me agobiaba, mientras los mundos, alimentados en la inquietud de lo eterno, describían círculos en la inmensidad.
Encontré al súcubo en el repentino frío del cierzo, y me habló de los albinos, que habitaban la An­tártida, y de la escarcha que se posa en las rosas de Bagdad; me habló también de los abismos que al­bergaban las almas de los errabundos; y me des­cubrió los interminables secretos arrebatados a los sabios de larga y apacible barba.
Mientras me hablaba me envolvieron las tinieblas, huyeron de mi vera los pájaros y me atrajeron sus risas terribles tormentas de granizo. Cuando su boca se colmaba de palabras sin sentido, el espíritu se esfumaba en la distancia y la soledad esclarecía mis tinieblas interiores.
Fue así como me fui acostumbrando a aquel len­guaje sin palabras y cuya envoltura no era otra que el desolado silencio. A menudo lo llamaba y le ro­gaba, pero él no aparecía sino en contadas ocasiones, para hacerme ver que no era su dueño, y cuando trataba de asirlo de nuevo y encerrarlo en alguna botella de sello salomónico[4], él se aplanaba hasta asimilarse en su forma a la sinuosa línea que limita los estanques; no volvía a verlo aquel día, y cada vez me intrigaban más sus palabras[5].

Tan misteriosa era su cháchara que posterga­ba mi melancolía en olvido, y caía en un sopor catártico al que seguía una mayor lucidez en el des­pertar.

V

Con sus manos de viento el aparecido trenzaba las leyendas y componía cristalinos y aromáticos su­darios a las utopías ya caducas, pero yo me impa­cientaba y no atendía a sus filigranas. Tanto me acostumbré a la ociosidad que mi arco permanecía tendido junto a mí y mi morral estaba vacío, por lo que sin cesar le exigía exquisitas viandas. Boquia­bierto y amodorrado, permanecía recostado en mi refugio escuchando sus infantiles patrañas, hasta que las brumas marinas me cercaban y las estrellas me inducían al sueño con su hipnótico parpadeo.

Lo conjuré una noche y le dije:
-Espíritu, sírveme de guía hacia el lugar donde se encuentra la serpiente que se cierra en círculo, pues estimo que ha llegado para mí el instante en que debo conocer el arcano que da forma al uni­verso.
Pero él movió desdeñoso la cabeza y se quejaba. No entendía ya sus lamentos, articulados en una melodía de hojas secas, de silbidos de cobras y tam­bores sagrados. Su indiferencia me hería, y llegué a preguntarme con frecuencia cuál habría de ser mi destino a merced de aquel duende veleidoso que me asediaba y tentaba en secreto para esclavizarme y devorar mi alma. «¿De qué me sirve este daimon ¾pensaba¾, pues no quiere facilitarme la partida? Lo echaré lejos de mí, allá donde los jabalís y el rechinar de dientes[6], y buscaré otro espíritu más dócil que lo sustituya.

Un grito de odio se escapó involuntariamente de mis labios, un gemido inhumano que disolvió defi­nitivamente todo influjo adquirido sobre mí a fuerza de hacerse indispensable -hasta ese punto son sen­sibles estos seres al odio (pues ansiosos por siempre de amor, permanecen eternamente a la espera de un amante)[7].

Apareciendo una vez más, entre salvajes carcaja­-
das, se alejó en la niebla. Debió de doblegar su or­gullo, pues en el alba me despertó a sobresaltos, exclamando con alegría que todo estaba dispuesto; pero yo quise afianzar mi poder sobre él y le apunté:
-Te alejaré de mi presencia y serás sólo un re-cuerdo si vuelves a mostrarte remiso a mis órdenes, y todo aquello que cantas no tendrá ya arraigo en ningún alma terrena (pues sabía cuánto gustaba de recitarme sus mitos en el plenilunio). En lo sucesivo cumplirás de inmediato mis mandatos si no quieres que nos separemos para siempre.

Y el súcubo (que aparecía a mis ojos como una desvergonzada doncella ávida de placeres carnales) rió y escondió su rostro lunar entre las manos. Len­tamente se sumergía en lo profundo, cantando ante mí con coquetería para mostrarme la ruta.

Cuando me detuve a descansar, le hablé en estos términos:
—Daimon, ¡revélame el significado de mi alma y el destino que le aguarda!
-Tu alma no tiene significado alguno, es como una palabra jamás pronunciada de un poema inexis­tente. En lo eterno, sólo el silencio cuenta. Tu signo es carecer de alma. Y habrás de encontrar un alma si deseas pervivir más allá de las hienas y los cuer­vos[8]-me respondió hostil.

Esta respuesta me fulminó, y decidí consultar a un hechicero para aliviarme del peso de los enigmas y dejar al descubierto ciertos pormenores inquietan­tes.


VI

Al día siguiente, muy de mañana, me encaminé con ansiedad a la profunda cueva del brujo que interpelaba a los astros y conocía los horóscopos de cada hombre, los designios de la naturaleza y aque­llos presentimientos de Dios que siendo sólo sueños son, sin embargo, más reales que los seres del presen­te; el mago, una vez me hubo saludado impasible, me contempló con prolija arrogancia y me hizo pros­ternarme ante el ídolo. Tras haber participado oscura y superficialmente en sus ritos y haberme coloreado la piel del rostro con desconocidos pigmentos, inge­rí las libaciones de un licor muy fuerte y amargo. Empezaba a dudar de la virtud de aquella pócima cuando, al fin, se dignó hablarme:

-¿Por qué vienes a mí, tú que careces de alma? Si quieres iniciarte en los misterios, debes encontrar previamente tu esencia, pues en verdad que los ca­dáveres no pueden ser admitidos en ningún convite y menos en la presencia de la divinidad. Necio —de­cía golpeándose el pecho y afectando enfado— vuelve al lugar de donde has venido y anuda el hilo de tu destino [9]. Así podrás recuperar tu alma, que por tu negligencia se desvaneció en el éter.

Y me despidió en silencio, no sin antes precaver-
se contra mis bajos influjos con fórmulas mágicas y abominables maldiciones.

Una vez que hube concebido mi precaria situa­ción de desalmado, decidí volver a mi lugar de na­cimiento para recobrar mi sombra[10]. ¡Malditos los brujos y todos los de su especie, cuando con sus fatuas ceremonias y sus palabras henchidas de vani­dad muestran al hombre con excesiva evidencia los signos y los días!

Los he oído mendigar en la noche un pájaro al absoluto y nada ha sucedido. Por eso es por lo que se han vuelto duros e insensibles a las súplicas de los hombres y apacientan su avaricia. Me han cu­chicheado al oído las historias de sus misteriosas prohibiciones y me han tentado con pecados e in­mundicias dos veces milenarios, con nombres de dio­ses crueles, fatídicos y despectivos.


VII

Cuando reposé en mi lugar de origen y me hice con mi alma, la genuina, la que destellaba mi propia y personal verdad, empecé a caminar despacio, con la cabeza baja, como quien se avergüenza de conocer un secreto harto añejo —y ahora evidente— que le desgarra el ser. Se purificó mi memoria, y recordé mis llantos de niño y mis locuras de adolescente.

Transcurrieron algunos meses, y la fiebre de co­nocer, que nunca me abandonaba, volvió a encender en mí el rescoldo de mis antiguas inquietudes. Ha­blé con el súcubo y le dije:
-Hermosa, nada hay que me aparte ya del sen­dero de la verdad. Y tú has de cumplir tu promesa.

Y lo conminaba a obedecerme y a aprestarse a partir con palabras tan fuertes que arrancaba débiles lamentos de sus labios de mujer. Y al final siempre acababa riendo el espíritu y lo hacía tan torva e insi­diosamente que parecía una buscona mientras far­fullaba palabras oscuras que apenas lograba com­prender. Intentaba pactar conmigo la muy ladina para que la liberara de su compromiso, alegando que en la cima del conocimiento habita la muerte y que no estaba dispuesta a ser aniquilada por entero en manos del cancerbero de las certezas, la espantable bestezuela que los ancianos sabios ven aparecer en sus pesadillas y que, apostada en el umbral de los subterráneos del corazón, veda la entrada a la per­cepción ulterior.

Como su ligereza de palabras me resultaba eno­josa, opté por callarme hasta que enmudeció. Y aproveché la tregua para comunicar de manera clara y tajante a aquella Lilith fantasmal que jamás sería li­bre del juramento que la unía a mí, y que debía, en consecuencia, acatar mis deseos sin discutirlos.

Pude sosegarme cuando la contemplé al fin sumi­sa a mis pies, lamiendo mis abarcas como humilde perro. Por un instante olvidé sus trampas y astucias y sentí compasión de aquella criatura degradada. Me sorprendí pensando que alguna vez había sido una mujer y bajé a la orilla del mar a reflexionar sobre lo que el futuro me reservaba.


VIII

A mediodía inicié mi ruta, escuchando el canto del daimon, que me precedía en mi aventura. Y decidí ir lo más rápido que me permitieran mis fuerzas al encuentro de un asceta de gran renombre, del que se decía que había alcanzado las siete virtudes y el éxtasis en la contemplación de lo que es perfecto, genuino y auténtico. Tanta era la urgencia en ha­cerme con el misterio que despeja todas las ansias y transmuta el alma en una ola de bienaventuranza, lanzada sin obstáculos al infinito. Y el espíritu era como una nube de polvo rojizo que hacía madurar antes de tiempo los frutos, secaba los arroyos, sala­ba los pozos y sofocaba en el barro a los que inten­taban asaltarme.

Como sentía angustia dentro de mí, a causa de lo lejana que se hallaba la verdad, enfermé de fiebres y hube de suplicar al súcubo que con sus ágiles pies de bayadera buscara alguna hierba con la que ex­pulsar de mí aquel fuego maligno.

Ella se estremecía y cantaba, dejando caer sobre mis hombros su roja cabellera. Y mientras yo me recostaba en una gruta a esperar su favor, sin dejar de cantar iba subiendo la pendiente de una colina cercana y se inclinaba a arrancar la flor que crece entre las nieves[11].
Preparó una infusión a escondidas, lo que me hizo temer que quisiera drogarme para que la liberara de mi yugo. Pero mi debilidad era tan grande que bebí, sin más, aquella tisana de composición desco­nocida. Cuando la luna llena apareció en todo su apogeo y el viento sopló con fuerza, dándome en el rostro más como un azote que como una caricia, me explicó que la misteriosa bebida mitigaba ardores y fiebres de otoño, y hubieron de pasar semanas to­davía antes de que recuperara todo mi vigor.

Durante mi convalecencia el daimon me cuidaba y me traía alimento. Bailaba con sutil gracia aires folclóricos de alguna zona del Kurdistán, y tocaba para mí dulces canciones, que había aprendido de los campesinos en fiesta. Y así podía imaginar, gra­cias a ella, la proximidad de la verdad, soñar con la cercanía de la primavera, que en mi corazón eran una misma cosa. Mas no la amaba, pues conocía sus añagazas y su deseo de sangre. Lentamente acabé de sanar y reanudé mi largo camino.


IX

He olvidado la cifra de mis viajes, el tiempo ha devorado perspectivas, panoramas, paisajes, flores y canciones de los lugares más recónditos. Sólo sé que atravesé tempestades, subí en frágiles navíos y en leves barcas que se deslizaban como una corteza de nogal sobre un arroyo turbulento; recorrí dilatadas playas mientras el mar cantaba por boca del daimon una melodía salvaje como el vuelo de una gaviota. Y un día arribé a la tierra donde moraba el jus­to[12], ignota y yerma región donde la voz del hombre era agradable de oír y la compañía alcan­zaba el valor del oro.

En aquel emporio de soledad eremítica había, sin embargo, difíciles e intrincados valles entre monta­ñas desnudas. Y era allí justamente donde vivía el filósofo, consagrado a sus solitarias meditaciones...

Cuando llegué a la choza del Vidente, éste, sen­tado en el suelo en la postura del loto, salmodiaba en un lenguaje arcaico y extranjero lo que parecían ser plegarias al Inmutable[13]. Nadie sino aquel er­mitaño sabia de las propiedades, excelencias y atri­butos del invisible señor. Ninguno era capaz, en su presencia, de vislumbrar lo inefable, pues su grave dignidad arrebataba a todos la palabra de los labios y los sumía en una silenciosa reverencia.

Dije al súcubo que permaneciera en el exterior de la cabaña, para no incomodar al justo (pues los sa­bios consideran impuros a los espíritus de los apare­cidos por no haber retornado al seno de Dios y tanto más a los súcubos, que les tientan a la lujuria). Y el espíritu me obedecía como un perro fiel, en tanto sus purpúreas mejillas perdían al punto su color y la estrella de su frente vacilaba en su lechosa blan­cura. Observarlo entonces era casi una injuria para él, y yo apartaba mi vista de su indigencia.

Ser de inmovilidad y de majestad, albergando en su interior las mayores potencias, aquel sabio tenía en su mano la posibilidad de mudar los planetas en ceniza y la de suscitar las mareas y las plagas. Para no intentar equipararme a su callada grandeza yo no quitaba la mirada del suelo.

Por un tiempo permanecí mudo hasta que, notando sobre mí la fuerza de su mirada sabia y com­prensiva, me decidí a hablarle y le expuse brevemen­te cuál era el objeto de mi viaje:

—Mis aspiraciones son, quizá, una herejía, pero me es preciso llegar a descubrir la ley que rige el universo, contemplar la serpiente que se muerde la cola. Como hombre, tengo derecho a acceder a los más recónditos misterios, pues a los humanos la divinidad nada nos ha negado, si no es rebelamos contra ella.

El justo se indignó al escuchar mis palabras, y, lleno de una santa ira, profirió espantosas abomina­ciones contra mí, solicitó la clemencia del Inmutable, a quien afirmaba que yo había ofendido. Quizá en algún lugar de su mente se conciliaban mi desmedi­da ambición de saber y la omnipotencia de su pureza clarividente. Por un momento pensé que iba a ex­pulsarme de su presencia, pero luego su temblor y su palidez cesaron y escondió la cara en la venerable túnica azafranada como un niño al que ha vencido el sueño (puede que en ese instante observara el rostro terrible del Inmutable). Lo cierto es que me habló pacíficamente.

-Tu deseo no es cosa de poca monta y casi me parece una burla que has tramado contra mí y con­tra Aquél a quien yo represento. Seguramente habrás llegado a pensar que en nombre de esos dere­chos que alegas todo está permitido, despoblar de seres vivos las tierras y los mares, experimentar con los propios hombres y forzar una verdad de los agonizantes. Joven, has de saber que aquello a lo que aspiras es casi imposible, y sólo sucederá en la devastación sin nombre, en el desarraigo del ser y el último canto del cisne.

Y mientras escuchaba las palabras del sabio podía percibir afuera las risas estrepitosas del súcubo, en­tregado a una orgía de estridencias, a la música del abismo. Me sentí desgarrado entre dos absolutos, la sabiduría bondadosa del justo y la malignidad irre­primible del daimon y pensé que mi corazón no per­tenecía por entero a ninguno de aquellos dos universos.

Mentalmente recriminé a aquel ser de pesadilla que desde el exterior turbaba nuestra paz:

-¡Oh, tú, la que tienes por espada la risa y por veneno la sonrisa, calla! No sea que enfurezcas al sabio y nos expulse a los dos de este lugar sagrado.

Finalmente, el sabio murmuró casi en silencio:

-Joven, es terrible cosa la que pides; puedo hacer caer las estrellas de los cielos y trocar en verano el invierno, pero me está vedado mostrarte el cielo de la verdad y su único astro. Incurriría en la cólera del Inmutable si lo hiciera, y ambos sufriríamos las consecuencias: seríamos aniquilados en el fuego de los presentimientos, las profecías horadarían nuestra mente hasta enloquecernos, y al final una muerte eterna se haría cargo de nuestros despojos.

Pero como yo no estaba dispuesto a desperdiciar aquella oportunidad única, le sugerí con diplomacia:

-Entonces, si esto no te está permitido, muéstra­me a alguien que pueda hacerlo o el procedimiento que he de seguir para encontrarlo.

Porque, como un alquimista ingenuo, pensaba que se trataba de alcanzar una compleja fórmula, de composición e ingredientes ignorados. Algo debió de ver en mi actitud, pues, complacido en mi humilde afabilidad, se doblegó y repuso:

—Viajarás conmigo al trasmundo, y cuando ha­yas concluido el viaje todo lo que deseas saber te será manifestado.

Hube de seguir sus instrucciones al pie de la le­tra: me dijo que cerrara los ojos y me dio un bebe­dizo de sabor agradable. Pronto caí en un sueño abi­sal, como el de las pesadillas, pero en la profundidad no había ningún monstruo, sino que se escuchaban armoniosos cantos de aves y rumores marinos tan melodiosos que parecían obra de sirenas en celo. Pude ver en lo hondo una luz que lo iluminaba todo y que purificaba en sus destellos hasta el último clamor de las sombras. Percibí que aquella luz y el silencio no eran sino una misma cosa. Y escuché lo que aquella voz fosforescente decía acerca de una enorme sala de diversiones en una ciudad lejana. Al parecer, allí dos jugadores, uno de traje blanco y otro de oscura vestimenta, se entregaban a una muy larga partida de naipes. Y repentinamente des­perté de aquel letargo, y me vi junto al sabio, a quien agradecí sus consejos y al que pedí un talis­mán que me permitiera mantener a raya al súcubo.




X

Salimos de la cabaña y el viento ondeaba en sus largos cabellos de derviche. Me incliné ante él, besé la orla de su vestido y partí con el espíritu, bajo su mirada bondadosa y cansada de contemplador de in­finitos sucesos. Y cuando se perdió en la distancia, el aparecido rompió en burlas a cuál más áspera.

Hubieron de transcurrir muchos años de ingrata búsqueda, en que mi alegría inicial fue decayendo hasta mudarse en escepticismo. Ya casi desesperaba de hallar a aquellos tahures en la ciudad del sueño, pues la vejez se enseñoreaba de mi encanecida ca­beza, entorpecía mis pensamientos, ablandando mi alma, y sólo aguardaba ya la muerte.

Fue entonces cuando un amanecer, en que mi pe­regrinaje tan sólo consistía en un rutinario inquirir en el horizonte la presencia de edificaciones, avisté una enorme concentración urbana en que las gentes se aglomeraban y bullían como abejas. Me interné en un conglomerado de razas humanas y de anima­les domésticos en libertad, enjaulados para su venta o volando. Crucé zocos y mezquitas, y al fin di con un cuchitril en el que dos viejos mugrientos y car­camales, vestidos con el típico caftán de la estepa rusa, jugaban a un extraño y hermoso juego.

Aquella noche, cuando se levantó la luna, yo mi­raba el espectáculo intentando descifrar lo que sig­nificaba. En el centro de la sala una gran mesa se constituía en sostén y apoyatura de un gran cas­tillo de naipes, y los viejos, de manos temblorosas, pero de gran pericia y maestría, iban colocando cada vez una carta más en la cima de aquella frágil y de­licada acumulación de antojos. El daimon sonreía a mi lado, sugiriéndome ocultas voluptuosidades que yo declinaba, y se iba deslizando hacia las sombras más apartadas de la estancia, que un leve candil no acertaba a disolver. Una gran lechuza se aposentaba en la tiniebla y él se entretenía en perseguirla, ju­gando con tanta despreocupación como un niño o un borracho.

—¿Podré con ésta?— se decía el hombre del tra­je blanco. Y colocaba el naipe con secreto sosiego, poniendo especial empeño en no hacer caer ninguno de los ya situados. Igual pensaba, posiblemente, en cada intento, su contrincante. Una singular simetría los oponía como el día a la noche. Y a cada tenta­tiva yo los observaba con detenimiento, sintiendo que mi tiempo se distendía y que parecían haber pasado años desde la última vez, a pesar de la ale­gre mirada de aquellos ojillos maliciosos y de la vi­varacha expresión de sus rostros...


XI

Fijando más mi atención pude ver en cada naipe un color diferente, y también que había estampada una imagen peculiar de un objeto, animal, paisaje o perspectiva, a veces visiones de ciudades o vistas del firmamento. Miré hacia abajo y percibí que el nú­mero de las cartas era infinito, que se continuaba por debajo del piso de la habitación hasta una dis­tancia que la mirada, envuelta en vértigo, no sabía distinguir. Un escalofrío recorrió toda mi espina dorsal cuando pude observar que las cosas figuradas en los naipes eran reales, y que, en cierto modo, es­taban animadas.

Y así, afinando mi oído y sobreponiéndome a mi estupor, escuchaba en la cercanía de una carta con un paisaje siciliano aparentemente impreso el rumor de las olas y el rugido de un volcán. Y pude también oír, junto a un naipe de imágenes japonesas, los sones melancólicos de los banjos entonando canciones ce­remoniales. Mi olfato despertó y aprecié olores de todos los lugares de la tierra, como el sándalo y la mirra, el áloe y el almizcle. En mi retina se forma­ron destellos y colores inusitados, como el matiz mágico e iridiscente del marfil a la luz de la luna.

Mi vista giraba y giraba atrapando un alucinato­rio caos de minucias, vértigos y sensaciones cósmicas. Comprendí entonces por qué las golondrinas de cola azul emigran a Egipto y no a Siria, y entendí con precisión por qué en Mongolia enterraban a las viu­das con sus maridos difuntos.

Mi visión se remontaba tan alto que alcanzaba a ver, al fin, en la lejanía del tiempo y del espacio, en la supresión de mis barreras intuitivas, lo abso­luto.

Sumido en este loco azar de los descubrimientos, no pude darme cuenta de que una serpiente se deslizaba en el interior de la habitación, amenazando con des­truir aquel sistema armónico e infinitamente frágil. Ni ver la sorpresa que produjo en el súcubo y en la lechuza. Los dos ancianos contendientes seguían co­locando sus naipes imperturbablemente, con todas las apariencias de seguir un orden preestablecido. Yo ha­bía pasado a formar parte de ellos en la medida en que su misma espera asombrada me embargaba, y seguía con extremo interés cada uno de sus movi­mientos.



XII

De repente escuché lastimeros gemidos, aullidos de fiera, carcajadas sardónicas y escaramuzas de ani­males en la noche. Al mirar en torno a mí capté mi propio miedo envolviéndome y tamizando los acon­tecimientos más triviales. Y la tierra parecía girar bajo mis pies, se turbaba mi cerebro y presentía al­gún mal acechando.

Comprendí, finalmente, que la lechuza y la ser­piente trataban mortal combate y el daimon aplau­día y se mofaba de ambos, como ya era su costumbre. Mientras los dos viejos de aire ausente y distraído se jugaban el destino de todo el universo, ellos pa­recían irse alborotando más y más, encrespando sus odios en la sangre, enturbiándose en obstinación y en ceguera hasta buscarse con saña asesina. Durante un instante casi milenario los dos enemigos se con­templaron atrapados en una furia secreta, agazapados en su deseo de muerte, más divididos en una lucha interna que en hostigamientos superficiales. Un se­gundo más y, sin atreverse a atacar, se manifestaban como inmersos en tensa fatiga, en expectante silen­cio, y se miraban fijamente a los ojos. El reptil si­seaba y la lechuza emitía sordos quejidos de bestia herida. El súcubo les hacia coro aullando como un chacal famélico. Sobre el lomo del ave manaba, trá­gicamente, la sangre. El joven daimon los observaba ahora en silencio, como fascinado por un conjuro, y daba grandes saltos en el aire.

Al sentir un chasquido puede ver a la serpiente abalanzarse sobre el pájaro nocturno, y comprendí la trascendencia de aquella lucha breve y decisoria. La montaña de cartas parecía contener sus murmullos, como un espectador más, mientras me parecía com­probar que a cada aletazo de la maltrecha lechuza o a cada acometida del ofidio ese trémulo tejido de los mundos simulaba derrumbarse de forma inminen­te ante mis ojos, y con él todos nosotros...

Al fin mi mirada se cruzó con la del daimon, fe­bril y lejana; éste aullaba como un epiléptico y me era muy difícil distinguir en la barahúnda de sus aullidos y carcajadas otra cosa que un sordo conten­to, no sólo por el alboroto de la pelea, sino porque los viejos, al escuchar tanto ruido, sintiéndose enar­decidos, se insultaban con vehemencia en aquella lengua inculta y zafia que por hablarse en regiones desérticas no se ha conservado en la memoria de los hombres.

No pasó mucho tiempo sin que se dejara oír un es­tertor agónico, y se vio caer al búho derrotado, presa ya de la muerte, y, en breve, botín y alimento del ofidio. Al punto, los viejos suspendieron el juego, y parecía que todas las cosas quedaban detenidas igual­mente, el atardecer quedaba fijado en su luz perma­nente y el alba azotaba los rostros con sus luces in­ciertas.


XIII

En la oscuridad observé como dos chiribitas, luego me resultó insólito el resplandor en los ojos del sú­cubo, y tomé conciencia de su inquina contra el reptil por haberle arrebatado para siempre a su com­pañero de juegos y haber cesado en el bélico espec­táculo que tanto le agradaba. Haciéndose con un al­fanje que encontró colgado en el muro se lanzó a perseguir a la serpiente por la inmensidad lunar de la estancia. Al sentir su afán de venganza y observar sus contorsiones inhábiles mi temor se consolidaba. Los dos jugadores habían proseguido su juego y parecía cercano el fin, pues la pirámide de naipes lle­gaba casi al techo. Se ayudaban ahora de unos an­damios, sobre los que se habían encaramado para proseguir. Y encerraban un sórdido desdén reciproco en sus rostros de momias salitrosas.

Mi mirada, por lo demás, se mantenía fija ahora en el cúmulo de naipes, esperando una catástrofe de un instante a otro.

—Ven, ayúdame a matarla, me murmuraba el dai­mon.

Y su belleza resplandecía en la tiniebla, incitándo­me a colaborar en su empresa y a poseerla, a pesar de mi resistencia a todo acto violento y de mi re­pugnancia por su carne ajada y hedionda.

Cuando tanto el espíritu como el reptil se acer­caban peligrosamente al montón de cartas mi cora­zón aceleraba sus latidos y mi respiración se volvía tan densa como la brisa del verano, difícil y entre­cortada.

Apenas me di cuenta de la gravedad del momento. Fue menos que un segundo y bastó. Ni siquiera me dio tiempo a reflexionar que las cosas importantes suceden en muy poco tiempo. La serpiente se enros­có alrededor de una de las tablas de aquel enorme andamio, cuando apenas se sostenían ya los cromá­ticos cartones, y ascendió silbando y emitiendo una baba viscosa.
Apenas lo hubo hecho, cuando rozó el primer nai­pe con que se encontró, sobre el que reposaba una buena parte de la inmensa mole aparencial de pa­pel. Toda la montaña se vino abajo. A lo lejos, en la noche, aullaron los lobos, presintiendo funestos sucesos, y las estrellas, por un momento, se apaga­ron. El daimon chilló como un niño travieso y los viejos cayeron de los andamios.


XIV

Si pudiera describir aquel cataclismo utilizaría pa­labras de cien letras, silencios augurales, signos tipográficos inéditos (¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿, por ejemplo), balbu­ceos de espectros, pues sólo a los dioses está permi­tido hablar de la muerte y del renacer del cosmos.

Sólo combinando evocaciones conjuntas de mare­motos, seísmos, ciudades sepultadas en lava y explo­siones estelares nos es factible imaginar la sucesión de las catástrofes. Las leyendas ancestrales de nues­tros antepasados hablan de desastres ciclópeos y diluvios más que torrenciales. Imaginad también la mezcla arbitraria de todos los seres, calidades, ma­teriales y tamaños, sin orden ni concierto bullendo en un magma informe; pensad en un elemento de tamaño colosal cayendo junto a un planeta como un aerolito biológico que sobrepasa toda figuración o hipótesis. Pensad también en el tumulto de unas or­quídeas macroscópicas estampándose como soles de belleza en la densa superficie de un mapa. Tonantes sonidos y fulgores acres como el alma del fuego. Y suponeos que al igual que la montaña de naipes el universo se derrumba. Basta imaginarlo sólo por un instante para empezar a temblar.

Mientras yo percibía el suceso indescriptible, el daimon de cabellos rojos y sonrisa burlona trataba de huir, pero lo sujeté por las muñecas y le dije:

—Ahora comprendo qué grave error he cometido, aunque demasiado tarde (pues esperaba ver desplomarse sobre mi cabeza algún fragmento de universo de un momento a otro).

Y, mientras fingía escucharme, él sólo quería reír, lanzar protervas carcajadas con mayor fuerza cada vez, como un orate. Con aire zalamero acercaba su cara al montón de naipes, recogiendo alguna para volver a tirarla, mientras el resto iba cayendo en cas­cada caótica de incontenibles catástrofes. Pero no era aún tiempo de palinodias y lamentos, y opté por exa­minar detenidamente aquella derrota sucesiva, incon­mensurable, en la que todos los seres, vivos o iner­tes, teníamos nuestra parte.


XV

Fue así como se me ocurrió la idea de conservar una de las cartas, elegida al azar, de cazarla al vuelo mientras la monumental lotería se deshacía en lo uni­dimensional. Fue más bien una exacta coincidencia. Y en ese naipe de augurio había un nombre y un símbolo: una serpiente que se muerde la cola, con una palabra debajo, OUROBOROS. Y cuando todo hubo acabado y me convencí de que mi vida no pe­ligraba, distinguí los cadáveres de los dos viejos, caídos desde los descomunales andamios, junto a la acumulación caprichosa de naipes, que había cesado de desmoronarse a la altura del suelo. La serpiente había desaparecido, reptando sobre las frías losetas, para ir a perderse en la noche, que acoge a todas las serpientes. El cielo seguía en su sitio, si exceptuamos alguna que otra estrella fugaz. Los astros habían vuelto a brillar, con idéntica fuerza, si no con un fuego más inquieto aún, como partícipes de otro nuevo secreto. Y el daimon parecía cansado y me­lancólico, como una adolescente que ha concluido las tareas domésticas. Los naipes, derrengados y espar­cidos caprichosamente, guardaban gran similitud con las hojas secas de un árbol, pero de un árbol de irrealidad, de naturaleza pitagórica o cabalística. Y ahora sí que eran asépticas y frías sus imágenes, como las que aparecen en los libros, impresas en colores mortecinos que van cediendo con el paso de los años a una pátina de tristeza y de polvo. Toda su expresión de vida había desaparecido.

Despedí al súcubo deseándole una feliz eternidad y lancé a un estanque de agua nítida y perfumada el talismán que me alcanzaba todo dominio sobre él. Siendo ahora otra persona, alguien por encima del bien y del mal, no me restaba otro oficio que dedi­carme a la meditación y convertirme en un lama.

Y me encaminé a un monasterio de las montañas, desde donde he escrito este relato. Nada quiero de­cir sobre estos mis últimos años. Sobre mi memoria quedará siempre, conjetural, pero definitivo, el peso de los hechos. Y el naipe simbólico en el que esta­ban concentradas todas las leyes y normas de los ci­clos que rigen lo absoluto es ahora objeto de culto. Encerrado en siete cajas de oro (y éstas en una ar­queta de bronce) aparece como la encarnación del orden cósmico en nuestra tierra.

Viajero del tiempo y de las infinitas geografías, si este manuscrito llega hasta ti, no lo destruyas, en­trégalo a los sabios para que lo analicen y den fe de su enigma. Paz a todos los vivientes.

© Juan Francisco Cañones Castelló (Del libro "El viajero y otros relatos")

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[1] SUCUBO: se refiere al diablo que toma posesión de un cuerpo, según las leyendas medievales, particularmen­te a un diablo femenino.

[2] EL OUROBOROS, símbolo principal que motiva todo el relato. Por su forma circular es el símbolo de todo lo cíclico, lo que se repite periódicamente. Por extensión simboliza al universo, también por ser redondo, como se dice también del cosmos. Coincide con simbologías orienta­les, como el Yin y el Yang, etc. Tiene la forma de una serpiente que se devora a sí misma; la misma vida se consume viviendo. Es un símbolo muy complejo que muestra distintos significados según los distintos contextos.

[3] Daimon: si bien el término es griego y evoca el espíritu que guiaba a Sócrates, su genio particular, aquí no tiene otro sentido que el de ser sinónimo de “aparecido”, es decir, espíritu de un muerto que retorna del más allá, y de “espíritu” a secas. Tiene su equivalente cristiano en demonio, aunque con unas connotaciones malignas de que carecía en griego.

[4] BOTELLA DE SELLO SALÓMÓNICO: hace refe­rencia a las botellas en que se encerraba a los DJINN o genios de las mil y una noches (alusión a tradiciones comu­nes a árabes y hebreos: Salomón era considerado el jefe de los genios, y su sello bastaba para encerrar durante siglos y siglos a uno de aquellos espíritus en un recipiente de cristal).

[5] Evidentemente, el aparecido hablaba, si bien sus pa­labras no parecían ser tales, sino silencio. El tono contra­dictorio y paradójico refuerza el contenido esotérico sub- yacente.

[6] Allí donde los jabalíes y el rechinar de dientes: la segunda parte de la frase alude a «allí será el llanto y el rechinar de dientes», expresión muy corriente en la Biblia y que sirve para designar la «gehenna» o infierno hebreo, lugar de desolación que no equivale exactamente a nuestro infierno cristiano, ardiente y poblado de diablos.

[7] Alusión a las leyendas de fantasmas que son aman­tes frustrados, como es el caso de la historia que aparece en «El amor brujo», de Falla.

[8] Estos animales se alimentan de carroña e indican la muerte material, la del cuerpo, primer umbral en la escala de las muertes.

[9] La preocupación por el destino es una constante en el cuento. Se trata el tema del entrecruzamiento del destino individual con el del universo. Esta temática tan abstracta es resuelta mediante una alegoría, es decir, un conjunto de símbolos cuyas significaciones tienden a entrecruzarse, a converger en un significado común que enriquece a todo el conjunto.

[10] La sombra y el alma aparecen como idénticas en distintas culturas y tradiciones. La sombra, como el alma, acompaña siempre al cuerpo.

[11] Se alude al «edelweiss», flor de difícil búsqueda, por crecer casi junto a las nieves de las montañas.

[12] El justo, el sabio, el filósofo, el vidente, son todos sinónimos del asceta, arquetipo de hombre retirado del mundo y que, cultivando su yo interior, se entrega a la decantación de su sabiduría meditativa.

[13] Inmutable es uno de los nombres de la divinidad, como también «lo absoluto», etc.

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domingo, 1 de julio de 2007

LAS MAIRENATAS I

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LAS MAIRENATAS


I

Palabras para el Libro de la Sabiduría.- Recuerda, hijo mío, que del primer animal del que tendrás que defenderte es del hombre, pues, como dijo Hobbes, "HOMO HOMINI LUPUS"... Y, por encima de todo, el peor enemigo contra el que tendrás que luchar eres tú mismo, fiera ésta de la que no siempre se sale victorioso, pues si eres blando con tus propias debilidades, tú mismo te cavarás la fosa. Toda vida exige disciplina, tensar los resortes de la inteligencia y de la voluntad.


II

Nuestra generación ha visto al hombre llegar a la luna. Escépticos en tantas cosas, hemos de ser crédulos en tantísimas otras que nuestra concepción del universo se tambalea vertiginosamente. La credulidad o la fe ciega del carbonero que antes reclamara para sí la religión la exige ahora la ciencia y sus hazañas. Pero es ésta una credulidad más llevadera e infinitamente más honesta: no engaña al hombre con paraísos imaginados o inasequibles por excesivamente remotos, sino que le hace tomar conciencia de sus límites... Nos sentimos pequeños en un cosmos que se agranda y nos muestra sus misterios. Es la hora de la modestia colectiva y del asombro. Y en ello hemos tenido precursores, como Don Antonio Machado. De ellos hemos aprendido a relativizarlo todo y hasta a reírnos de nuestra sombra.


III

Para una lección inicial del maestro: "Queridos míos, el conocimiento de la muerte es el germen de toda sabiduría, corno ya, proclamaban los sabios antiguos (los hebreos lo formularon de aquella fascinante manera: el temor de Dios es el comienzo de la sabiduría; y Dios, ¿a qué puede reducirse a fin de cuentas sino a un concepto abstracto que no hace sino esconder el temor del hombre ante la muerte, a una última frontera donde se agazapa su esperanza?). Todos hemos de morir, y quiero que esto no os sea motivo de amargura sino de reflexión, piedra de toque para que aprovechéis cada instante de vuestras vidas. ¿Qué se os aprovecha perder el tiempo en rencillas y en tristezas, cuando la esencia de la vida es alegría? Sabed, cuando contempléis una puesta de sol, que no siempre vais a tener ocasión de realizar algo tan hermoso. Pensad que están contadas las puestas de sol que habréis de ver, por lo que os exhorto a gozar de cada una de ellas en plenitud de sentimiento y de conciencia. Lo mismo puede aplicarse a cada acto de vuestra vida. Haced (cuanto tengáis que hacer) para la eternidad; pues vosotros, los autores de vuestra obra, sois efímeros hasta que no se demuestre lo contrario, mientras vuestra obra se extiende en el tiempo hasta hacerse eterna.




IV

Palabras para el libro de la Sabiduría (II).- "La mitad de la maldad es ignorancia y la otra mitad es tan perjudicial como el más ingenuo candor cuando se aplica a la destrucción. Piedra de escándalo es la inteligencia cuando ciega y extravía al que la ejercita, tan sombría como una fanega de locura cuando la jalea el viento del otoño."


V

El modo original de la literatura fue lo oral, el habla. Retornar a esos dorados principios se nos hace cada vez más difícil. Al menos podemos intentar acercarnos a ellos. Una poética de la sencillez vería como retórica absurda la frase engolada y rimbombante. ¿Acaso no es poesía despojar al lenguaje de hojarasca?

VI

La confusión entre verdad y utilidad es una de las principales lacras de la era tecnológico-instrumental que estamos viviendo. La vida activa hace del hombre un esclavo del objeto, mientras la vida contemplativa se relega a los escasos momentos de auténtico ocio de que disfrutan los agobiados cavernícolas del siglo XX.


VII

Si hubiésemos de nombrar catedrático de Blasfemia al mismo diablo, me temo que estaría demasiado ocupado como para pontificar todo tipo de académicas memeces desde cátedra de llama y púlpitos de humo. Si hubiese que dar al demonio carta de ciudadanía entre nosotros, habríamos de pensar mas bien en el Daimon griego, que inventó la filosofía. El demonio cristiano es criatura harapienta, tercermundista, infraalimentada desde Trento con las migajas de la divinidad; es motivo de compasión más que de cualquier otra cosa. Sujeto a la muerte de la cultura, vinculado en su sino al dinero, se ha devaluado hasta límites insospechados. Las razones del diablo para seguir siendo personajillo de supersticiones religiosas y bromas populares sólo los sordos las cogen al vuelo, porque son mas difíciles de atrapar que las moscas de la uva.

VIII

Un individuo capaz de dialogar consigo mismo a solas ("converso con el hombre que siempre va conmigo" decía don Antonio Machado) no tendrá que escuchar las habituales nimiedades y estupideces de sus semejantes, pero tendrá que tragarse él solo toda su locura, siempre acechante. Y, por si ello no fuera suficiente, deberá arriesgarse a desdoblamientos vertiginosos, perderá la certidumbre de ser "atomo" en el universo psicológico. Los auténticos individuos, de puro exigentes, aun de sí mismos acaban restando, hasta acabar en el puro hueso.

XI

Cuando el saber sea lo suficientemente inabarcable como para cruzarnos de brazos y no tomar un libro en las manos o tomarlo como una pura diversión intrascendente, estaremos justificados para entregarnos en brazos de la dulce y pérfida ignorancia. Entonces, el asombro ante la cultura del hombre supercivilizado sustituirá a la indiferencia del analfabeto; cambiará la actitud del hombre ante el saber, por más que este hombre asombrado sea, de hecho, un nuevo analfabeto perdido en el laberinto de las novedades tecnológicas y científicas.


X

Un ochenta por ciento de la cultura es vanidad. El otro quince por ciento es autoengaño y evasión. Sólo un cinco por ciento merece la pena y es la encarnación del futuro en el presente. La algarabía del mundo y del conocimiento sería insoportable si al final no reposásemos todos en la sordera acogedora y total, mal que le pese a nuestros afanes de inmortalidad. Porque el conocimiento en el hombre es realidad efímera, acorralada entre el olvido y la muerte. Sólo los jóvenes estáis en disposición de cosechar el amargo fruto del saber. Los ancianos intentan volverse lo suficientemente puros e ingenuos como para que la muerte no les pille de sorpresa; saben que para morir con dignidad tienen que ser niños de nuevo y que este viaje de retorno a la infancia es la empresa más difícil en la vida del hombre.

XI

La duda por la duda debe ser algo así como el arte por el arte, pero más consistente y divertido.


XII

Dudar de Dios es hacerlo de una tradición que se nos cae día a día de las manos a pedazos. Los hombres se obstinan en momificar las tradiciones y culturas del pasado y en hacerlas piezas de museo. ¿Dónde están los persas de darío o los etruscos? Están aquí, paseando entre nosotros. Pero, ¿quiénes tienen imaginación para adivinarlos? Las religiones también son perecederas. De sus demasiado bien alimentados cadáveres se alimentan los cuervos de las supersticiones, que a su vez son devorados por bestia fatal: la hiena de la inseguridad humana.


XIII

La existencia sería una cualidad imposible de atribuir a Dios, pues al ser ella nido y raíz de toda imperfección no podría ser aplicada al perfecto; por tanto, es infinitamente más sensato dejar a Dios reposar en su abstracto limbo de perfecciones inasequibles..., ya que no conocemos otra existencia que ésta imperfecta. Y con esto se le da fácilmente la vuelta al famoso argumento ontológico de San Anselmo, aunque un poco más de carcoma no añade ninguna novedad a un tronco carcomido por los siglos. A veces los teólogos se ponen a crear argumentos a cual más peregrino quizás por puro aburrimiento..., de lo que se deduce que deben tener mucho tiempo libre.


XIV

El pecado de la burguesía es el monetarismo. El becerro de oro les hará expiar todas sus culpas: no encontrarán ningún Moisés. Su individualismo les hará rechazar todo liderazgo. Se despeñarán como ovejas solitarias, cada una por su propio y personal barranco. Dejad que los lobos devoren a los lobos. Lo que hay de más repugnante en un burgués que se precie de serlo es la mala conciencia de sí mismo. La burguesía andante estima más al dinero que a sí misma, y así no puede hacerse valer, ya que por dinero vendería su alma al diablo, como Fausto. Por cierto, con el auge de las clases medias ¿hay alguno de nosotros que no tenga alma de pequeño burgués? Ninguno será capaz de tirar la primera piedra.


XV

¿Qué es un gentilhombre sino un burgués por linaje, sin que haya tenido jamás necesidad de encumbrarse? Napoleón fue un gentilhombre disfrazado de genuino sin serlo. La muerte iguala a burgueses, y gentilhombres. ¿Qué importa que sea más pomposo el entierro de estos últimos?


XVI

La mística es inasequible al hombre corriente, pero más por dispersión que por incapacidad. El imperio de lo superficial nos abruma. Ser místico puro no sería tan difícil.
Afortunadamente, a la inmensa mayoría de nosotros nos es más difícil ser mixtificadores, perdularios y farsantes. Estamos más cerca del bien que del mal, y si flotamos en una "aurea mediocritas" es más por comodidad que por otra cosa. Hay que poner al hombre en situación de incomodidad para que asome el héroe que todos llevamos dentro o que creemos, en el colmo de la ingenuidad o de la desfachatez, llevar. Descreer de Dios no significa necesariamente descreer del hombre y esto es así porque durante muchos siglos mientras el hombre no se acerque más a los misterios del universo, se vea más próximo al origen del cosmos, lo único que podrá vislumbrar del rostro de Dios le llegará a través de los demás hombres.


XVII

Desde que Freud nos reveló que Dios es la imagen del padre que en épocas prehistóricas fue sacrificado al hijo, este complejo de culpa colectivo se manifiesta hoy de particular manera: como el hombre ya ni siquiera se ama a sí mismo (prueba de ello la existencia del tercer mundo y de millones de seres humanos que mueren de hambre cada año mientras los animales domésticos tienen alimento de sobra en los países "desarrollados") ni siquiera tiene fuerza para amar a ese pálido reflejo de sí mismo al que en la Edad mítica llamó Dios. ¿Qué hay de científico en las teorías de Freud? ¿Existe una teología crítica que no sera mera filología descifradora de textos sagrados y lanzadora de hipótesis sobre cómo traducir determinado vocablo del arameo o del griego a las lenguas modernas de los descreídos habitantes del siglo XXI?


XVIII

La otredad machadiana es el Ubu Roi de la metafísica. Todos somos sólo patética otredad cuando nos contemplamos desde el abismo de la memoria como fantasmas en los recuerdos y en el pasado.


XIX

Hay dos clases de inteligencia: la de la hojarasca verborreica (pertinazmente cultivada por el petimetre de salón) y la del hombre que actúa ( héroe al modo de César, Alejandro, Napoleón,...). La segunda es, con mucho, la más peligrosa, aunque la mediocridad de la primera casi haya llevado a nuestra civilización a la nada.


XX

La tendencia al radicalismo es el pecado original del español moderno. Y sólo es posible contrarrestarlo con mucho "nous" y bastante "medén agán".


XXI

Nos pierde la nostalgia, pero es a la hora de restaurar valores efimeros y de hacer cultura-ficción.


XXII

A pesar de que, debido a la escasez de empleo, hoy se considere trabajar un privilegio, vista la cuestión desde la perspectiva de los que no trabajan, los miembros de las clases superiores, ocupados tan sólo en mantener y administrar sus privilegios (consistentes en dinero, valor de cambio, la inmensa mayoría de las veces heredado de su familia), el trabajo convierte en esclavos (mediante sutil y encubierto artificio que no deja entrever la verdadera relación entre los dominadores y los dominados, poniendo el dinero a modo de cortina de humo entre ellos) a aquellos que tienen que trabajar, y ello es así porque, como contraste, y de manera injusta (injusticia que el marxismo ha fracasado en corregir) existen otras personas que no trabajan y tienen, pese a todo, cubiertas todas sus necesidades y aún les sobra para todo tipo de lujos: los millonarios y los rentistas que han depositado sus grandes cifras de dinero en los bancos.


XXIII

Teniendo en cuenta que la política es la danza de los huevos hueros, lo mejor para un político sagaz sería llevar tanto tiempo la máscara puesta que el rostro llegase a ser una simple copia de la máscara, debajo de la cual no habría ya nada, el puro vacío mefistofélico. Esto sucede particularmente en el caso de los dictadores, que tienen mucho de personajes valleinclanescos o de carnaval.


XXIV

Bien definida, a la vista de las circunstancias actuales, y desde mi modesta y desengañada experiencia, la política sería el arte de ser inocentes a los ojos de los demás (aunque esa honradez e ingenuidad no fuese más que mera apariencia). Que el término democracia no se convierta en un cheque en blanco para los vagos, los arribistas y los corruptos. A los políticos habría que decirles aquello de que "quien no trabaje que no coma", que decía san Pablo. Y añadirles de propina que trabajar no consiste en especular con terrenos municipales y cobrar comisiones millonarias mientras se las ingenian en conseguir que los voten de nuevo por otros cuatro años para seguir siendo rentistas de la política.



XXV

Hegel era amigo de Hölderlin, cuya divina locura le hacía ver el mundo al derecho. Pero Hegel jamás consiguió verlo al revés, sólo ligeramente torcido.


XXVI

Mucho me temo que la amenidad tiene, cuando es exigida atendiendo a esa ley del mínimo esfuerzo que acorcha los cerebros, ciertos visos de demagogia. En cambio, la seriedad es un auténtico estímulo para la firme y voluntariosa curiosidad del sabio, por más que espante a los moscones y a los consumidores de fotonovelas y helados de tutti-fruti (hoy diríamos de programas de salsa rosa).


XXVII

La crítica, por definición, es improductiva, y no vale lo que un ochavo de creación, como un mendigo jamás podrá medir sus gestos desaliñados con los de un rey.


XXVIII

La inmensa mayoría de nosotros aprende por imitación. Sólo a unos pocos es dada otra posibilidad más aristocrática: aprender por invención, por creación. Los primeros siguen viviendo en un nivel elemental de inteligencia, próximos a los simios. Los segundos, en cambio, vuelan en las alturas del genio (sin olvidar que esto del genio es un concepto romántico un tanto desfasado). Son, como quiera que sea, los que están destinados a ir a la vanguardia de la especie: artistas, escritores, filósofos, científicos, inventores. Son la levadura que hace fermentar la masa. Entre todos, el carro del progreso sigue adelante, pero unos van encima, dejándose llevar y aprovechando el esfuerzo de otros, y otros a pie y empujando.


XXIX

Cuando un poeta toca la historia, la degrada y la transmuta no en oro filosofal sino en folletín (salvo honorables excepciones). Es natural. El afán de diseccionar pútridos abscesos sociales nos ahoga como una marea desde Flaubert. Es la torva herencia del realismo narrativo, que hoy se bate en retirada ante el acoso del cine y de las máquinas fotográficas. Una foto de un mendigo hindú a finales del siglo XX o comienzos del XXI tiene más de documento social que la mejor de las novelas de Zola.


XXX

Para evitar esa ironía que supone homenajear al soldado desconocido, incoherencia ritual típica de los estados militaristas, habría que empezar matando en las guerras sólo a gente con nombre y apellidos, o mejor aún, habría que empezar por declarar "non gratas" aquellas guerras en las que la gente tuviera la pésima educación de participar sin identificarse, como viene a ser lo habitual desde que el hombre es hombre. . . Mejor que todo ello, habría que decirle a ese hombre que inventa ceremonias para honrar a las víctimas de su propia estupidez: "Cernícalo, marinero de agua dulce[1], ¿tienes la desfachatez de homenajear el resultado de tu locura como un pirómano neroniano que entonara una loa al edificio o a la ciudad incendiada sólo por deleitarse con la belleza de las llamas?"


XXXI

Desde Sócrates todos llevamos a cuestas (como llevaba Simbad al viejo aquel del que no podía librarse nunca) un daimon; ahuyentarlo requiere astucia, ya que aprender a desconfiar de uno mismo, a indagar en nuestra sombra en busca de un fantasma, lleva toda la vida, y nunca se llega a aprender del todo (sin pretender poner en solfa la máxima bíblica, nos amamos demasiado a nosotros mismos como para que sea hacedero poner en fuga la más pequeña porción de nuestra individualidad).


XXXII

La necesidad de vivir se impone por sí misma. La de luchar se deduce de una perspectiva neodarvinista. La de gozar de la vida pacíficamente (que es la que está de moda ahora), de la ecologista. Pues bien, para más de uno que se toma lo de vivir más como una guerra que como un deporte no sólo le es difícil disfrutar a él de la vida, sino que se entregan en cuerpo y alma a hacerles la vida imposible a los demás. Como el perro del hortelano.


XXXIII

Toda ética placentera se fundamenta en las veleidades y arabescos de una estética. ¡Átenme ustedes esa mosca por el rabo!


XXXIV

Parménides, Zenón, y los griegos en general, obsesionados por el espíritu de la tragedia, que se alimenta de máscaras y de "anagnórisis" salpicadas aquí y allá, cuestionaron la identidad del ser; y en esa inseguridad (de la que nace la duda cartesiana) hemos vivido y viviremos.

XXXV

Ni tan siquiera el hombre: sólo el tiempo es el verdadero protagonista de toda poesía, sujeto ante el cual todo se nos muestra frágil, con el talón de Aquiles a flor de piel. Por mucho que cantemos a la primavera no olvidemos nunca que ese siniestro personaje de que se nutren las estaciones es un antihéroe. Si hace de la comedia en que todos estamos inmersos una "ópera bufa", no creo que sea como para echar las campanas al vuelo el observar cualquier cambio, salvo porque nos saque de la monotonía, ese laberinto donde el tiempo nos confina entre las brumas de lo cotidiano. El tiempo en el hombre hace ridículo todo lo que se pretende sublime. Envenena toda vivencia al hacernos saber de lo efímero de todo cuanto existe y de la amarga fugacidad de lo vivido. Su mayor delito es hacer del hombre un coleccionista de recuerdos. La dimensión infernal del tiempo surge de las sombras cuando consideramos la muerte como aquella puerta sobre la que se sitúa el "Lasciate Ogni Speranza" dantesco. Si postergamos el carácter inquietante de nuestra temporalidad y nos cocemos en nuestra propia salsa viviendo a fondo el presente, maduraremos, aunque la madurez también sea un proceso irreversible que se nos hará abrumador cuando sintamos la nostalgia de las ingenuidades juveniles. Evitemos mirar hacia atrás, como la mujer de Lot, para no convertirnos en momias salitrosas. O como Orfeo cuando pretendía salvar a Eurídice, que no era sino una velada metáfora de su alma. O como Psiquis, indagando la belleza de Eros a la luz del candil... , con la misma obsesión con que nosotros hurgamos en nuestros recuerdos. Por puro narcisismo cultural o vital.

XXXVI

Los pecados de juventud son deliciosos por cuanto muestran una creatividad que se va agotando con los años. Los de la madurez son amargos como el acíbar, porque al maduro ya no le queda tiempo para rectificar.


XXXVII

Regla de tres inexcusable para los que se inician en la literatura: el borrar sería, entre las virtudes capitales del poeta, la humildad.


XXXVIII

En contraste con la trascendencia de los problemas existenciales, el de la poesía aparece a nuestros ojos como una trivialidad. Como antes, ahora y siempre, la estética habrá de sufrir sobre sí el grave peso de la ética, sus asperezas y utilitarismos de asceta, sus sermones y componendas de preboste inquisitorial; en suma: sus estériles consejos de hermana mayor sabihonda y solterona.


XXXIX

Si Machado inmola al olvido toda la hojarasca de los recuerdos, es porque en lo más hondo de su ser desea experimentar el delirio de la creación poética, entendido como un renacer espiritual.. La gran nada, el naufragio del olvido es, sin embargo, fuente de contradicción aparente; ¿por qué desterrar el olvido si es nuestra única arma contra el paso del tiempo? La respuesta está en que Machado prefiere vivir en un presente efímero a hacerlo en un pasado del que sólo queda la ceniza o la viruta (con metáfora que le es predilecta). El presente es auténtico, es la vida, no es -corno el pasado- un sucedáneo de la vida. En el presente, pues, funda su alquimia poética.


XL

Definiciones contradictorias (en perpetua guerra heraclitana consigo mismas y con todos los conceptos habidos y por haber) y paradojas alimentan el ser del poeta cuando intenta escapar a la ceguera de la nada. Es como pretender aniquilar la noche con el brillo efímero de cuatro cohetes. Pero, ¿quién podrá sustraerse a estos frívolos festejos de la inteligencia?


XLI

El gusano HOMO en su agujero metafísico debe intentar su focalización en un tema para realizar su envoltura de seda, envoltura que no sólo le permite rnetamorfosearse en crisálida, sino que le sirve (ambiguamente) de sudario y lo introduce en lo eternidad.

XLII

Sembrar la duda, poner en cuestión los dogmas y enseñanzas tradicionales debería ser con mucho, la primera tarea de los educadores. Pues sólo así es posible abrir nuevos caminos, desechando los ya trillados e ineficaces, para hacer avanzar al hombre por la senda de los descubrimientos. Un hombre sin muletas, aunque caminase hacia el abismo (o hacia el oasis) va siempre más rapido y seguro de sí. La mística de la ciencia, la única a la que se ve abocado el hombre en estos tiempos, no exige (como lo ha hecho la religión durante siglos) sumisos adoradores y crédulos conformistas, sino que permanentemente se cuestiona todo dogma y relativiza las verdades a medias para hallar más amplias panorámicas por donde asomarse al cosmos.


XLIII

El criterio de utilidad no es sino una deformación romana, mercantilista o capitalista, del viejo criterio de la verdad por el que tanto se interesaron los griegos, criaturas en verdad contemplativas y teóricas. Hoy más que nunca se hace necesaria una síntesis de ambas culturas, para que no vayamos tambaleándonos de la ceguera romana a la inercia griega, síntesis que se parecería a la sincronización prodigiosa entre los dos hemisferios cerebrales de Leonardo da Vinci.


XLIV

Imperativos estéticos de Machado: a) Rehuir el preciosismo; b) Eludir la barbarie casticista. Por eso nuestro don Antonio era casi mitad monje y mitad soldado. Es decir: mitad filósofo y mitad poeta. No está de más utilizar la Razón filosófica para echar el freno al inquieto caballo de la Poesía lírica...


XLV

Carecemos de una filosofía de la cultura hispánica en toda regla. Sólo tenemos meros atisbos e intuiciones, reflejos leves de una realidad más honda. Menéndez Pelayo fue tildado de reaccionario sin serlo por unos cuantos incultos que ni siquiera leyeron su Historia de los heterodoxos españoles. Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz quisieron convertir, con su polémica sobre el peso de la cultura judía o árabe en el ser de España, en un corral de gallos la modernidad. Ortega enunció una españolidad que pretendía europea. Y su discípulo, Julián Marías, ejemplo de tolerancia donde los haya, también fue entregado a la suspicacia de los ignorantes y rancios progres del Mayo del 68. Así nos luce el pelo.


XLVI

El pensamiento, que es la matriz del error, diversifica la vida, y los errores que de él brotan tienen al menos la rara virtud de individualizarnos, de otorgar la personalidad a los ansiosos de perfección y de homogeneidad.



XLVII

El hombre, al creer ciegamente en la razón y en el progreso, hace de ellos un absoluto, los muda en utopía, motor de la historia. Pero toda utopía tiene su precio. El que nuestra moderna cultura ha pagado en riesgo atómico, contaminación, ..., etc., demuestra que las utopías son efímeras, y que incluso el mito del progreso es una espada de Damocles cuando el hombre va (empujado por esos entusiasmos) más allá de sus limites racionales.


XLVIII

Criticar al país y sus instituciones es un derecho y, sobre todo, una clara virtud para un auténtico español, siempre que la crítica sea constructiva. Especialmente en una época democrática en que aparentemente hay libertad de expresión, pero en la que en el fondo los intelectuales tienen miedo por las represalias de los poderosos y muchos de ellos optan por arrimarse al sol que más calienta, para obtener todo tipo de prebendas y subvenciones. Así acaban siendo la voz de su amo.


XLIX

La desmitificación de la oniroscopia poética (de Machado es característico este tipo de operaciones) desencantaría a más de un surrealista, pero responde a ese ideal de naturalidad y sinceridad tan propio de Don Antonio. La escritura automática de Bretón, además de ser trivial artificio, es red agujereada para pescar poesía.


L

Buceando en las diferencias, el hombre se encuentra a sí mismo, se siente como esencialmente distinto a lo exterior y se hace identidad. Así, el pensador o contemplador se percibe como existente.


LI

Tan difícil es demostrar que Dios existe como que no existe. Es una cuestión que está más allá del hombre y que tiene como fondo metafísico la única cuestión que preocupa de verdad al hombre: el origen y el misterio del Universo. ¿Qué importa cómo llamemos al misterio (Dios, Absoluto, etc.), nosotros, pobres hormigas en la inmensidad del Cosmos? Los modernos instrumentos de observación cosmológica hacen del hombre un humilde y asombrado contemplador de inmensidades; y no es que el hombre se haga más pequeño, sino que siente la llamada de lo infinito y su corazón se agranda. Para creer en algo hace falta tanta humildad como para descreer de ello. Y me temo que el hombre moderno, con su soberbia, es un mal creyente y un pésimo escéptico.


LII

El poeta flota en una "transrealidad" (con palabra que Machado tacharía de pedante, pero efectiva conceptualmente).


LIII

Las ideas no serían otra cosa que tensiones energéticas de los organismos racionales vivos hacia la estructura cerrada. La tensión hacia la idea permite cumplir al ser inteligente su programa de búsqueda de la perfección. El hombre es un eterno buscador de atajos hacia las realidades superiores. La utopía, como motor de la historia, pone al hombre en camino de autorrealización. No hagamos del hombre un mero animal superior como quieren algunos simples que aplican esquemas neodarvinistas a todo proceso histórico. Si el hombre fuera un simple animal seríamos más respetuosos unos con otros y nos regiríamos por un equilibrio mayor que el que mantenemos entre nosotros. Porque los animales se caracterizan por rendir tributo a las jerarquías que se establecen entre ellos. Y nosotros tenemos como principal deporte el abolir toda jerarquía. Aristóteles dijo que somos animales políticos. Podría añadirse que somos animales rebeldes, lo que es bueno para unas cosas y malo para otras. ¿Cómo se puede mantener y sustentar la cultura entre especímenes que no dejan títere con cabeza?


LIV

Uno de los motivos por los que a pesar de su populismo Machado no llegó a ser marxista en el sentido estricto del término: no supo ver que la nostalgia del tiempo (que tanto le obsesionaba) es un obstáculo para el "paradise now". Esta melancolía de las horas y de los años, algo tan irresistiblemente burgués, prendió en Don Antonio con tanta fuerza como en Proust.


LV

Vivir es desaprender hacia la muerte, que es perfecta ignorancia, lo que alguna vez nos enseñaron.


LVI

También en la humana estulticia (y esto es verdad a medias que bien pudiese ser una de esas tonterías del vulgo de que habla Machado) hay grados y categorías. Y los que están arriba se consuelan haciéndose incomprensibles (mediante triviales sutilezas) a los que están abajo, tontos estos últimos de capirote, o de una tontería más rematada.


LVII

La paradoja es la alta mar de aquellos poetas asfixiados por la rutina y la trivialidad. El escapismo paradójico no es algo de ahora, se remonta a Quevedo, los presocráticos (el divino Heráclito...), el balbuceo del hombre prehistórico. Los paradójicos de cuerpo entero son grandes desengañados, como niños enrabietados que toman la palabra poética, la zarandean y acaban estrellándola contra el pavimento de los sueños para lograr una explosión de colores, un arcoiris onírico, fugaz, pirotecnia sutil del ingenio.


LVIII

Si la excelencia fuese cosa de invención, ¡cuántos no se habrían hecho a sí mismos grandes de España! El hambre de la propia importancia aguza el ingenio.


LIX

El hombre es un animal que avanza de atolladero en atolladero, buscando la suma libertad, que es pura utopía.


LX

Sólo el que se ha tomado el trabajo de reírse alguna vez de sí mismo puede tomarse en serio lo de reírse de los otros. El que esté limpio de pecado, que tire la primera piedra.


LXI

Se habla mucho de derechos humanos, pero a menudo se olvida que es el derecho a discrepar lo que nos hace hombres. Y mucho me temo que este derecho no se ejerce todavía lo suficiente: hay demasiados sumisos en este purgatorio.


LXII

En una época de nihilismo hay que alzar las grandes luminarias para que el hombre no se convierta en un animal desahuciado que es llevado sombríamente al matadero. Y hay que decir muy alto que las ideas, cuando son verdaderas, son fundamento de progreso, promueven el bienestar colectivo. No todas las opiniones tienen el mismo valor. No confundamos la libertad de expresión con la creencia de estar en posesión de la verdad sólo porque en un país civilizado lo normal es no cortarle la cabeza al que dice una sandez. No hay que confundir el culo con las témporas, que diría nuestro travieso Camilo José Cela.


LXIII

El hombre actual tiende a la superficialidad, se diluye en la lectura de periódicos y en las trivialidades televisivas. No le queda tiempo para pensar ni para conocerse a sí mismo (en frase socrática). ¿Será porque no tenemos curiosidad, porque nos tenemos miedo a nosotros mismos o debido a que las noticias de actualidad nos hipnotizan o se deberá a una mezcolanza ingenua de estas tres razones?


LXIV

La fama es algo secundario y falso que puede hacernos perder la originalidad. Ser esclavo de una imagen prefabricada es lo peor que le puede suceder a un "famoso".


LXV

Los políticos que utilizan señuelos demagógicos para captar votos en las clases más bajas y derrochan los recursos del Estado para asegurarse la benevolencia de sus clientes en futuras votaciones suelen a veces emplear discursos moralizantes en los que hablan de austeridad y nos recuerdan al padre despilfarrador que riñe a la esposa o a los hijos porque se dejan la lámpara del salón encendida toda la noche.


LXVI

Todos los poetas y filósofos hablan solos. Y esto no es cosa de locos, sino que pertenece a la muy reprimida función expresiva del lenguaje. Bastantes mordazas les ponen los demás como para que encima se les exija la autocensura. Además, el poeta tendrá que hacer confidencias al único que de verdad lo entiende, que es él mismo. Por desgracia hay quien pretende negarles esta válvula de escape, la única que puede salvarles de naufragar en la más ciega y genuina locura.


LXVII

Alimentarse de los vicios, errores y defectos ajenos es, por desgracia, un deporte alocado que mantiene jóvenes a algunos. ¡Qué pocos pueden permitirse la originalidad y el privilegio de ceder a sus propios errores! Son los únicos que (pagando el inexcusable precio del error) evolucionan.


LXVIII

Machado es, donde los haya, un poeta de la duda, como su filósofo fue Descartes. El conceptismo simetrizante de Machado es producto de someter la paradoja a la retícula de la razón.


LXIX

Lo que de más valioso tiene el futuro es ser una fortaleza inexpugnable, el corazón del misterio. Es fácil ver el futuro remoto como la perfecta encarnación de lo incognoscible: su cualidad de "virginal" nos purifica del hastío que producen en nuestra mente científica los devaneos de los adivinos, profetas de barraca y futurólogos de salón.


LXX

La angustia de toda contemplación en los espejos proviene de saber que el objeto reflejado (el hombre) es efímero tanto como lo puedan ser los propios espejos. !Puro chisporroteo, inacabable fuego de artificio, la conciencia nos vela el abismo del ser! Nos diluimos en la percepción de lo otro hasta olvidarnos de nosotros mismos, de la muerte, único problema, la sola enfermedad del animal hombre. La curiosidad intelectual sería sólo un mero paliativo de esta espera interminable, la de la muerte. Creedme, el tiempo es nuestra única enfermedad.


LXXI

Definición de profesor: individuo que tiene la curiosa (!) manía de coleccionar libros que no tiene tiempo de leer nunca. No es sólo un bibliófilo, sino también un bibliófago. En los casos agudos y furibundos puede que incluso un bibliómano. Si los libros le hacen apartarse totalmente de la realidad, aislarse o evadirse por sistema, tenemos entonces un bibliofrénico.


LXXII

La personalidad de cada individuo, entendida como capacidad innata de discrepar, es la fuente de todo malentendido. Y si fuéramos más originales de lo que somos (lo cual es ciertamente difícil a la vista de la abigarrada diversidad que exhibe la especie humana, pero una diversidad que se repite siguiendo pautas perfectamente regulares), ¡qué duda cabe de que habría más malentendidos! Pero es terrible estar inmersos en esta claridad insulsa del conformismo y de la inercia intelectual. Y qué pocos se esfuerzan para escapar de este laberinto de trivialidades con que se nos alimenta de verdades oficiales que no son verdades un día sí y otro también.


LXXIII

En el jardín del Edén sólo hay sitio para Adán y Eva. Hasta la misma prole tiene que abrirse paso a codazos cuando la pareja es lo suficientemente inmadura como para poner en peligro el proyecto existencial de sus descendientes. Para la serpiente, que es heterodoxia ante el conformismo burgués, no hay lugar... Es vilmente pisoteada por el entusiasmo erótico de los descubridores del amor.


LXXIV

Es imposible amar a los que nos rodean sin amar a la humanidad entera, pues todos somos pasajeros, hermanos en la muerte. Y en verdad no hay nada que hermane más a los "homini viatores" que la propia muerte. La fraternidad que tanto predican las religiones y las filantropías de diverso signo se nutre de esta callada y fecunda verdad. ¿Acaso no es divertido imaginar que si fuéramos inmortales estaríamos en guerra todo el santo día unos contra otros? Así al menos, nos lo pensamos un poco (aunque no demasiado, a la vista del panorama bélico del extinto siglo XX y las persistencias en la belicosidad del agitado comienzo del XXI).



LXXV

Lo que enriquece a la humanidad es la diversidad de dioses, por más que haya inquisidores que se dediquen a la caza de herejes. Como contrapartida, la diversidad de inquisidores nos empobrece tanto que nos hace desconfiados. HOMO HOMINI LUPUS.


LXXVI

Es frecuente observar que los que lavan la cara a la realidad para conservar intacto el meollo (el "statu quo") suelen ser politicastros de tres al cuarto. Escasísimos suelen ser los originales que, como Gandhi y algunos otros, proponen un cambio radical en la experiencia humana hasta llegar a la esencia del hombre armónico, que es una honda paz. Pero no la paz de los sepulcros, no el cambiar las cosas para que todo siga igual, como sostenía el personaje del Gatopardo de Lampedusa.


LXXVII

En lo más hondo de nosotros, el derecho a discrepar nos defiende de todo proselitismo y sectarismo dogmático. Por eso, el primer deber de un intolerante es cuestionar dicho derecho hasta aniquilar no sólo el derecho sino, si fuera posible, también a la persona que sostiene tan nefasto y amenazador derecho para la estabilidad de las conciencias...


LXXVIII

Todo diario íntimo tiene destino de mujer pública. Es una víctima propiciatoria en la hoguera de la curiosidad ajena.


LXXIX

La sinceridad para con uno mismo tiene un inconveniente, y es que muchos deben postergar el exhibir su acariciada y mimada máscara, que oculta su carencia de un rostro propio. Debajo del rostro de carne tenemos la máscara de hueso y detrás de ella la nada, la vengadora de todas las frívolas trivialidades del hombre. A los humanos se nos hace tan difícil ir por el mundo a cara descubierta como a un hoplita homérico ir a la guerra sin escudo (que me corrijan los profesores de griego si en mi pobre ignorancia he errado en lo de situar a los hoplitas en la era homérica, pero mi vida es muy corta para pretender saberlo todo...).


LXXX

Funcionar a partir de creencias o de valores subjetivos hace del hombre un relativista convencido a largo plazo (tiempo que depende del periodo que tarde en desengañarse de cada una de sus elecciones); del relativismo inteligente al nihilismo desencantado hay sólo un paso. Pero también el nihilismo hastía. Y cuántos ateos no se han despertado creyentes.


LXXXI

Poesía pura y existencialismo, ¿qué son sino vetas del neoclasicismo y romanticismo (respectivamente) en el siglo XX?


LXXXII

Sin ánimo de angustiar a nadie la palabra muerte es un puro eufemismo que designa algo bastante más terrible de lo que imaginar podamos nunca. Sólo imaginar que desaparecemos para siempre hace palidecer y sentir escalofríos a nuestro hinchado ego. ¡Qué ignominia! ¡Con lo que nos ha costado construirnos una biografía medio decente con la que fingir delante de nuestro vecino que somos criaturas respetables!


LXXXIII

Los educadores somos los sacerdotes de la religión de la humanidad. Revivimos los viejos mitos e inculcamos a nuestros alumnos el fervor hacia el hombre (noble), hacia todos los grandes especímenes que cada cultura y cada época ha producido. Necrofilia institucionalizada, a fin de cuentas, pero que se ceba en ¡qué magníficos cadáveres! Cuando seamos sustituidos por máquinas programadas y nuestro papel directivo sea desempeñado por un director de programas, estaremos en los umbrales de una nueva religión: la religión de las máquinas, y de la que nadie puede garantizar o intuir los resultados.


LXXXIV

No hemos de inmolar al hombre a ídolos estáticos. El único altar en que merecemos ser inmolados y que nos diviniza, es aquel que trasciende las épocas: el de la creación.


LXXXV

Nuestros santos son los mejores hombres que han pisado la tierra: Platón, Dante, Shakespeare, Cervantes,... Nuestra fe es suscitar nuevos genios. Pero la religión del arte también tienen sus mártires, como Van Gogh. Y sus inquisidores y censores. Los mediocres harían bien en no estorbar el trabajo de los que justifican su existencia (la de los mediocres y la de los brillantes) dejándose la piel en el empeño, antes de ser desollados por los convencionalismos y las memeces de los impertinentes.


LXXXVI

No se puede pedir al hombre que labore sólo para alcanzar un mísero sustento. Lo único cierto es que cuando esta imprevisible criatura se libera de sus obligaciones inmediatas, de sus necesidades primordiales e insoslayables (alimento, casa, vestido, sueño,...) surgen en él otras necesidades no menos importantes. El hombre - y esto es lo irrisorio y desconcertante - es el único animal perdido en el desierto del tiempo y fascinado por espejismos de eternidad. Si le faltara esta dimensión, por más que tuviese cubiertas esas necesidades tan sumamente respetables y que nos hacen primos hermanos de las bestias, se aburriría como un náufrago atrapado en un laberinto de espejos. Necesita, además esa pretensión tan efímera y ridícula, ese intento que dura lo que su corta vida: la ilusión, la esperanza o el deseo de ser eterno, o al menos de serlo por un tiempo en la mente de los demás hombres. Y en verdad que no hay nada mejor en el hombre, por paradójico que pueda parecer que esa pequeña parcela rebelde de su corazón, que no colonizaron ni la rutina, ni la inercia, ni los bostezos ni los arrequives de la grisalla existencial. Las mejores obras del hombre han tenido su primer impulso en esa materia indómita, en ese fragmento de selva virgen a cubierto de las añagazas y trampantojos de la muerte. Haced balance, hermanos, de qué es lo que quedará de vuestra vida después de que los años os entierren en ruinas y recuerdos. En el debe estarán todas las horas perdidas en actividades triviales, insulsas, sin brillo, entre las que se deben incluir (por muy necesarias que hayan sido) las dedicadas a satisfacer vuestro sustrato animal, las elementales necesidades fisiológicas, la tiranía del cuerpo, el tiempo dedicado a ganar el sustento cuando se sacrifica en las aras de un trabajo monótono y sin estímulos; en el haber, limpios de polvo y paja, los escasos minutos en que hayáis sido creativos, en que por un instante habrá brillado en vosotros el fuego divino de la inspiración, el calor (que despertaría a un muerto) del genio, la gracia de una juventud que se perpetúa en la energía inagotable que se niega a morir. Y alguno pensará: ¿para esto merecía la pena haber vivido? Sí, es cierto, la duda anegará más de un corazón solitario. Hasta que sintáis que la empresa de la vida consiste en ensanchar ese espacio de la creación, hasta hacer que la balanza se incline del lado de la originalidad del individuo. Quizá no exista otro secreto. Quizá la vida nos haya susurrado al oído desde el primer día esa frase que muchos no habrán oído aún en esa sociedad de masas (y masas tantas veces sordas por la publicidad y las consignas ideológicas): SED INDIVIDUOS POR ENCIMA DE TODO. Ya los griegos nos dejaron ese legado: el individualismo. Nuestra cultura occidental debe preservarlo por encima de todo, por más que los demagogos se empeñen en proclamar que el individualismo es egoísta y fomenta la insolidaridad social. Una auténtica democracia no podrá construirse jamás sin enseñar a todos a respetar lo que de más sagrado y genuino hay en los individuos: su personalidad, su visión del mundo, su proyecto vital, su propia originalidad (con la que se nace y se muere, a la que a duras penas a veces se soporta -pensemos en Van Gogh o en Kafka- y que se agota con el individuo que la encarna).


LXXXVII

La música posiblemente tuvo un origen rítmico y sólo más tarde se desarrolló la melodía. El ritmo es, dentro del conjunto de elementos que constituyen el fenómeno musical, el rasgo más antiguo, una característica que se puede relacionar con la prehistoria. Todavía hoy en aquellas culturas tercermundistas el predominio del ritmo en la música es absoluto. La invasión de las músicas rítmicas (discotequeras sobre todo) da idea de la barbarie en que está cayendo la civilización. La ópera, por el contrario, heredera del melodismo griego, es una música... infinitamente más refinada y sensible, para oídos no embrutecidos por el rock.


LXXXVIII

Tantas veces encontramos pedantería en los sabios como gusanos en las manzanas aparentemente frescas. Un sabio pedante es como una manzana medio podrida por los pensamientos de autosuficiencia y de inflación del ego en el mercado de la inteligencia.


LXXXIX

El error es la materia en que toda creación se amasa, pues a partir de las medias verdades lucen esas medias mentiras que son aderezo de toda obra maestra.


XC

En los alumnos tiene el profesor su espejo deformante, su ámbito caricaturesco. Y es forzoso recordar los esperpentos de Valle-Inclán. Tantas veces se ha observado que los alumnos repiten y amplifican hasta la náusea los propios errores o lapsus en que pueda incurrir el docente que para el que se ocupa en la docencia todo se troca en una farsa. Para caer de lo sublime al abismo de lo grotesco no hay más que tomar nota de los ecos del alumnado a las frases abstractas y pomposas del profesor, buen escarmiento para profesores tradicionales y fatuos, poseídos de sí mismos, aficionados a la lección magistral y a la enseñanza memorística y repetitiva. Entonemos cada uno nuestro "mea culpa".


XCI

La realidad, tal como se vislumbra a través de los alumnos, es infinitamente más precaria y caótica, es una bajada a los infiernos del conocimiento que sólo puede producir desconcierto, risa o en el peor de los casos un profundo malestar anímico. Y sin embargo, este es el pan nuestro de cada día de los profesores. Según sea la inteligencia y la capacidad del alumno (y suponiendo siempre que se toma interés por lo que se le quiera enseñar, lo cual es, por desgracia, mucho suponer), obtendremos grados de mayor o menor acercamiento a la realidad del profesor (la única con la que cuentan de momento, según su mayor o menor grado de alienación cultural). Y ni siquiera esa realidad "profesoral" puede garantizarles una total humanización, ya que el hombre es criatura aplastada y deformada por circunstancias azarosas que escapan a su dominio (accidentes, catástrofes, siniestras casualidades que gravitan sobre la sustancia de nuestra vida...).


XCII

Es imposible escapar a la dimensión excremencial: el tiempo. Todo lo que existe en el tiempo funciona por acumulación. El hombre mismo (como la cultura) no es sino un conjunto de residuos que pugna por decantarse en una dimensión de permanencia sin lograr escapar jamás a lo excremencial, simbolizado en el dinero y en el afán acaparador. Somos usureros de tiempo porque creemos en la vieja equivalencia: TIEMPO = DINERO. Pero el oro de los alquimistas se transforma en vil carroña, en mierda, como los edificios se transforman en ruinas y los cuerpos gloriosos en osamentas. Y entonces nada tiene sentido y no hay uno solo de los que en este mundo habitan que encuentre el porqué del nacimiento o de la muerte, y nos limitamos a representar nuestros papeles como títeres pasivos, deambulantes inercias que aceptan no ser otra cosa que procesos que se orientan siempre, a pesar suyo, hacia la inmovilidad. Pretendemos acumular valores y lo único verdadero es que disipamos nuestra energía, que no en otra cosa consiste la vida: en un QUANTUM de energía limitado, acosado por toda clase de vampiros cósmicos. Llevamos la muerte a cuestas sin verla. Somos muertos vivientes. Y en nuestro sueño demencial, a través de nuestras posesiones, nuestras obras intelectuales o nuestros hijos y descendientes creemos que participaremos de algún tipo de supervivencia. Estamos empeñados en salir como sea del laberinto de nuestra caducidad, pero fuera del laberinto sólo existe la nada, lo informe, por más que pensemos que allí se halla la eternidad. Somos animales aficionados a esa droga del autoengaño. Fácilmente el escritor se muda en acumulador existencial de ocurrencias.


XCIII

En lo esencial, la estupidez humana reside en una trampa metafísica contra la que el Homo Nesciente se estrella siempre. Aspiramos permanentemente a ser mejores de lo que somos, a trascender nuestra naturaleza limitada. Pero esta aspiración es ilusoria, ya que nada cambia si no es el progreso. La tecnología no salva al hombre, sólo aplaza su muerte. Es el cancerbero con que el hombre de hoy se impide traspasar el umbral de la nada. Pero es un guardián peligroso. Y bien pudiera ser que si el hombre actual no tuviese cuidado con su can éste le propinara algún venenoso mordisco con que incubase la hidrofobia nihilista. Porque la tecnología, territorio frontero con la inmensidad del cosmos, está enferma de relativismo, como lo están todas las cosas humanas, y así, ¿qué se le dan a las inmensidades cósmicas y a la infinidad de los mundos sucediéndose en el vértigo de lo inabarcable, que algún humano descubra un nueva vacuna o que invente la televisión en color o el disco compacto? Los ecos de la locura del hombre llegan hasta el hombre mismo; sus juguetes, pese a su complicación, no redimen al Mono Necio. Estamos atentos al último hallazgo tecnológico como el chucho que espera la llegada de su amo y menea el rabo en la puerta de su casa. Cuando estamos en el vientre de nuestra madre tenemos una fijación que nos da vida pero que alimenta nuestra debilidad. Cuando nacemos y poseemos movilidad tenemos otra fijación peor: la fijación de la realidad; debemos atenernos a lo real y aceptarlo tal como es; sólo muy lentamente podemos cambiar lo real y nos cuesta milenios. Temamos a lo que no cambia jamás, a ese cordón umbilical del que no nos liberaremos nunca: el cuerpo. Y mientras estemos vivos reverenciemos a este dios cruel que nos exige los más rotundos e inevitables sacrificios, y que nos sume periódicamente en ese morir cotidiano del sueño.


XCIV

En lo tocante a trascendencias, lo primero que habría de averiguarse es si es necesaria, aún más: imprescindible, la religión al hombre. Suponiendo que se llegase a una respuesta afirmativa, lo que parece posible si nos atenemos al desarrollo cultural de la humanidad y a la presencia constante de los ritos, ceremonias, mitologías, etc., y al hecho de que la religiosidad parece ser una faceta de la dimensión social del hombre, entonces se impone, acto seguido, dilucidar si la religión auténticamente salvadora para el hombre sería una religión inmanente (en que no habría otro dios que el hombre mismo) o trascendente (en que se correría el riesgo de la alienación).
De entrada, y si hemos de ser verdaderos en cada una de nuestras ideas, me muestro partidario de una religión inmanente, de una religión del hombre y para el hombre, por más que no me incline a divinizar al hombre, criatura que tiene mucho de ridícula y de indefensa ante el abrumador espectáculo del cosmos. Cuando hablo de religión del hombre, me refiero a la posibilidad de construir una religión para el presente liberada de toda teleología o finalismo ultraterreno. Una religión en que el hombre pueda amar a sus semejantes sin ulteriores metas y que tenga como fin el amor mismo sin ningún otro tipo de gratificación. Esta religión, si fuese posible instaurarla en nuestro devastado planeta, tendría un efecto salutífero y vivificador sobre la civilización y la especie humanas. Pero para implantarla habría antes que dejar libre el camino a la verdad del hombre, y sin echar por la borda milenios de tradición cultural, habría que investigar cuál es el mundo interior, el universo simbólico de la criatura humana, comprobar una y otra vez cuáles son sus principales obsesiones y arquetipos y, sobre esta tarea previa, trazar caminos que liberen al hombre y le permitan alcanzar su plenitud tanto como individuo como en un sentido colectivo.
Pero esto podrán hacerlo los sociólogos y antropólogos del futuro; aún no estamos preparados para ello, ya que previamente debe existir la conciencia común de que el único "dios" que puede salvar al hombre es él mismo, siempre que -paradójicamente- evite el escollo de la autodivinización. Somos humanos, demasiado humanos...


XCV

La única posibilidad que tiene el hombre de ser feliz en un universo misterioso y contradictorio es reconocer que sus ansias de eternidad son ilusorias, y, en consecuencia, sobre esta humildad, construir una vida que debe resignarse a considerar tan sólo como paraíso esa sucesión intermitente de instantes en que sienta el amor como la única fuerza que le mueve a ser.

XCVI

Todos los hombres somos contempladores irredentos y desengañados de nuestra propia decadencia. Empezar a vivir después del nacimiento es comenzar a hacer concesiones. La infancia es una lenta, paulatina, claudicación a la nada, a la sordidez del adulto, que va ganando terreno imperceptiblemente. El frescor y la ingenuidad vital, el candor y la espontaneidad, van cediendo a los razonamientos abstractos e inútiles, a la aparición de una lógica utilitaria que nos habrá de enterrar año tras año. El adulto que llevamos dentro se destaca por su asombro y temor ante aquellos rasgos que van anunciando implacablemente la transición hacia la vejez. Sólo porque estos pasos son etapas tan dilatadas en el tiempo podemos soportarlos. El hombre que somos es el espectador inconsciente de su propia muerte en cinco actos y lo que llamamos vida no es sino una tregua en el sucederse de los instantes, una batalla perdida que nos empeñamos en imaginar perpetuamente aplazada. El circo de la agonía lo paseamos por cada recuerdo, lo exhibimos a los otros en cada una de nuestras debilidades, necesitarnos plañideras cómplices en cada uno de los que nos rodean.
Y así no acabamos de nacer, somos criaturas esencialmente inmaduras que no afrontan jamás que el tiempo, la materia de que estamos hechos a fin de cuentas, es el disolvente universal que a todos nos configura y a todos nos acaba. ¡Esta es la alquimia de los siglos! ¡Este es el teatro donde se representa la derrota de nuestros sueños! Como decía bien Quevedo, "no hallé cosa en que poner los ojos que no fuera recuerdo de la muerte". Vivimos en la modernidad un nuevo Barroco de desengaño y existencialismos decadentes y trasnochados que se repiten en el alma del hombre.


XCVII

Sólo los torpes y los mediocres sobreviven, pero como lo hacen las ratas, envueltos en sordidez, sobrenadando en mezquindad. Los inteligentes -ese lujo de la naturaleza y de la especie humana - parecen condenados a extinguirse. Pasar desapercibido es la suma garantía. La inteligencia deberá sufrir aún durante mucho tiempo el asedio y el acoso de la fuerza. ¡Qué espléndida su agonía! Sí, el reino de los cielos sufre violencia. La bestia apocalíptica señoreará la tierra otro milenio. ¡Ay de aquél que quiera demostrarse a sí mismo sensatez agotando sus días o negándose posibilidades de existencia! Alguna vez he pensado en Van Gogh al hacerme estas reflexiones, en cómo fue devorado por la antropofagia capitalista antes de que decidiera extirparse de la dolorosa realidad.


XCVIII

La radical soledad de todo hombre se manifiesta de modo intensivo en la vejez, la locura y la muerte. La desintegración del yo físico y del yo psicológico se dan la mano en la total indefensión de la espera. ¡Ah, nuestra vieja cultura occidental! Podemos juzgar del esplendor de un cadáver por la gloria de las larvas que se alimentan y viven a sus expensas. Algunos escuchan sus estertores como el que oye música celestial y hasta dan conferencias y charlas sobre todo ello. No se ha visto desfachatez mayor.


XCIX

Lo que llamamos Dios es la gran mentira universal, no por ello menos verdadera. Seguirán los hombres inventando mentiras verdaderas para no sentirse absolutamente solos en la desolación del universo, encubriendo la muerte, única verdad verdadera (valga la paradoja), con bellas e inútiles palabras o con sueños como éste, al que en el fondo muchos aspiran, aún sin saberlo. Sí, a Dios Unamuno lo llamó el "garante de la inmortalidad" y pretenden que actúe como un avalista de ese préstamo hipotecario que es nuestra vida, aún a sabiendas de que el final es la bancarrota.


C

Lo que asombra y maravilla de las máscaras venecianas es el enigma que habita en su vacío. Estas máscaras son dioses impasibles que hacen creer al hombre que la divinidad le acecha. En verdad que fuera suficiente sentir el acoso de la muerte en pleno rostro y sin intermediarios para hacer al hombre más verdadero. Cuando se piensa en los sacrificios humanos de las antiguas civilizaciones, se concluye: ¡qué de parapetos protectores contra la crueldad -que tiene su origen en la locura de nuestros semejantes- no habrá inventado el hombre! La personalidad es una pústula seca que esconde la herida que jamás cicatriza. La máscara es sólo un simulacro del vacío que la persona oculta, un lenitivo de sus defectos, como la mentira es muchas veces un paliativo de las inmoralidades del adulto que juega al juego de autoengañarse.


CI

Espejos mudos son los difuntos, donde el hombre se contempla, nichos del contemplador que pierde su vida en ajenos instantes en vez de vivir los propios. ¿Qué se nos da de las vidas ajenas si hemos de tener una muerte tan propia y personal? En materia de valores últimos, la muerte es un elemento de contraste a la luz del cual cobran inusitada importancia incluso aquellos instantes aparentemente triviales de que vamos componiendo la trama descolorida de la existencia.


CII

Sólo el silencio es indiferente a la sublimidad del hombre. Y pudiera ser que esa sublimidad fuese tan huera que estuviese sólo hecha de palabras.


CIII

Nos es infinitamente más fácil divinizar a los muertos recientes que desterrar de sus nichos seculares a los difuntos milenarios (Buda, Cristo, Mahoma). En verdad que el hombre, como especimen biológico, no madurará hasta que deje de adorar a los muertos y empiece a adorar la Vida (con mayúscula) y, en consecuencia, a protegerla e impulsarla. Pero el lastre de lo remoto y el peso de la cultura y de la tecnología nos están asfixiando aun antes de que hayamos nacido. He aquí la paradoja (y ojalá me equivoque): el hombre es un animal cuyas alas lo harán hundirse en el abismo. Tanto nos pesan las alas que el vuelo es caída hacia lo más hondo. ¿Cómo detener este sombrío ocaso que nos atenaza? ¿Y si toda esta frivolidad decadentista tan de moda no fuera sino el reflejo de esa enfermedad del "fin-de-siècle" que padecemos, de un final de siglo que va más allá del final del XIX y nos adentra en el XXI y más allá? Lo cierto es que muchas especies animales se extinguirán este año y otras en los años venideros. Ojalá el hombre reencuentre su camino verdadero y sepa preservar el patrimonio biológico y ambiental de nuestra especie. A lo mejor eso del patrimonio es una falsilla burguesa que no se debería aplicar al hecho puro y simple de que la vida es sólo un ejercicio de supervivencia, incluso para el hombre, el más privilegiado de todos estos animales condenados al degolladero, un mantenerse en la cuerda floja por poco tiempo, hasta donde el egoísmo y el juego de las apariencias le permitan continuar.


CIV

¿Acaso no es también árbol el hombre y ave que sobrevuela los abismos y tigre que caza en la selva? Si no nos damos cuenta a tiempo de que a nuestro cuerpo físico se añade un cuerpo cultural y planetario estaremos al borde de la catástrofe, y con cada nueva especie que desaparezca moriremos un poco. ¿Acaso no será el hombre menos hombre si no existen las águilas? ¿No perderá dimensión de humanidad si se extingue esa corpulenta amiga, la ballena? ¿Es que sólo hemos de preocuparnos de saciar la voracidad de nuestros hijos biológicos, los insaciables? ¿Cómo responderemos (ante el rostro del padre eterno) de los otros hijos, que van muriendo cada año?


CV

Si mis palabras son amargas y saben a muerte es porque me niego a aceptar las coartadas culturales que me han propuesto mis antepasados. Cualquier forma de autoengaño es una operación de eutanasia intelectual. Demasiado bien sé que el hombre es un animal mentiroso al que se le llena la boca de palabras: Dios, verdad, luz, etc., etc. HOMO MENDAX. Mi nihilismo da testimonio de que vuestra sumisión aún no me ha convertido en un "zoombie", os guste o no. No soy ese conformista que pretendéis que acaben siendo todos para no sentiros extraños la mayoría.


CVI

Puede que esté solo ante el muro de la nada, pero prefiero contemplar este muro grisáceo y agrietado antes que cerrar los ojos e imaginar que estoy de nuevo en el vientre de mi madre. No me consuela saber que otros hombres contemplan este mismo paisaje. Ya lo dice ese refrán tan nuestro, tan español: mal de muchos... Quisiera dar un salto más allá de este muro, pero desconozco el modo de escapar a lo opaco y el tiempo me somete a su dimensión laberíntica. Ahora sé que soy el Minotauro de Borges a mi pesar.


CVII

O el concepto de perfección es relativo a aquellas perfecciones parciales que vienen dadas por las finalidades a las que obedecen o el ser humano es criatura imperfecta que incurre a menudo en errores. Ni siquiera los mejores especímenes, los grandes genios de la especie, se libraron de este estigma. Así, Cervantes hace cenar dos veces a sus personajes al final de la 1ª parte del Quijote. ¿Le falló la memoria a nuestro escritor? ¿De vez en cuando dormita Homero?¿O es normal que la memoria no capte los detalles cuando dos episodios o capítulos han sido compuestos separándolos una gran distancia en el tiempo? Como quiera que sea y pasando por alto el detalle de que existen, en efecto múltiples perfecciones parciales que no presuponen la perfección absoluta, con mayúscula, metafísica (por ejemplo, la perfección en pintar cuadros no coincide con la perfección en componer sonatas para flauta), el hombre (en esta abstrusa y mística materia) se siente totalmente a merced de su máquina de relativizarlo todo, llamada "intelecto", que sólo admite grados y no valores absolutos. Por ello, líbrenos Dios de obsesionarnos con el concepto de perfección en cualquier campo de lo humano. Todo lo más en que nos empecinaremos en el día es en reconocer nuestra solapada y pudorosa imperfección. Y es que si existiese un solo hombre que quisiese ser perfecto en alguna faceta de la vida humana es posible que llegase muy lejos en esa materia, a ser un genio en ello, pero quizá no pasaría de ser un pedante y un fatuo en otro terreno, el de la pura y elemental humanidad.
Las perfecciones relativas tienen algo de genio individual y mucho de hallazgo fortuito, combinación de genes afortunados, lotería de la especie, sin la cual ni Leonardo hubiese sido Leonardo ni Einstein Einstein, amén de que los mismos dones individuales son claramente atributos con que nos entretiene la Fortuna, como lo son el color del pelo, la estatura, etc. Si la cucaracha de la "mente" se lanzase escalera arriba pretendiendo llegar a una meta absoluta, peldaño a peldaño, muy pronto se daría cuenta de que esa meta no existía, sentiría el vértigo de lo infinito y naufragaría en la locura. Y es que el hombre no es criatura infinita, aspirante frustrado a una perfección inasequible, sino ente frágil, humilde en sus limitaciones, susceptible de irse perfeccionando peldaño a peldaño infinitamente, sin llegar jamás a la línea del horizonte...


CVIII

Si me interesa la pintura desde un punto de vista moral (aunque en menor medida que como cauce artístico de expresión personal) se debe a que requiere una gran dosis de paciencia en su ejercicio. Y es precisamente la paciencia la que nos hace madurar a nosotros los humanos, animales por naturaleza impacientes, acosados por la muerte. El aprendizaje de la paciencia nos lleva al cultivo de la obra bien hecha. Por eso, la pintura o cualquier otra arte nos sirve para alcanzar una nueva dimensión ética, más próxima a lo divino, nos acerca a aquellos sabios orientales que miman su alma con una serenidad que prolonga su vida y los hace sabios y santos. Hacer del arte una minuciosa religión de lo concreto puede ser una solución para aquellos seres cuya avidez dionisíaca de vida amenaza con segar en flor la raíz de la existencia. Cuando el sosiego nos haga dar fruto entenderemos que lo contemplativo debe ser una categoría siempre presente en el hombre equilibrado. Y el mayor secreto y potencia del arte no es sólo que nos mueve a la acción sino que nos hace ser criaturas que disfrutan percibiendo la belleza, contemplativos puros de los cinco sentidos.



CIX

Definir al creador literario como un antropófago de ideas ajenas no deja de ser del todo cierto. Nos alimentamos de personas y de vivencias a través de libros interpuestos. No los devoramos físicamente, ¡Dios nos libre! Extraemos su pulpa psíquica y una vez asimilados los teñimos con el indefinible color de nuestro ego para que tome otro aspecto y nadie pueda sospechar que aquello no es genuinamente nuestro. En este sentido no importa que devoremos a Dostoievski o a Proust siempre que hagamos como los ladrones de ganado: imprimamos nuestro hierro al rojo con la marca propia a las reses ajenas para que nadie pueda dudar de que aquello nos pertenece. Existen escritores usureros que acaparan las ideas de los otros pensando que con ello pasarán a la historia y harán un favor a la humanidad. Pero la humanidad como tal bien puede pasarse sin ellos. Lo eterno, que no tiene prisa, se encargará de aquilatar los verdaderos valores. El que esté limpio de materiales y sugerencias ajenas, que tire la primera piedra. Si alguno encuentra al autor genuinamente original que avise para que lo metamos, como al yeti, en la jaula más espectacular del zoológico local. Lo que llamamos personalidad literaria u originalidad (o como quiera que se denomine) no es sino un conjunto de filtraciones del ego, impurezas del yo que van más allá de la capa de tópicos y convenciones con que construimos las obras y al afluir a la superficie resaltan por sus cualidades estridentes y llamativas, tienen vida propia y pretenden llamar la atención del receptor del mensaje y acaparar todo su fervor. La mejor forma de lograr ser original es que la obra surja en un estado de inocencia iconoclasta y esto es posible sólo en el olvido de los dioses, cuando pasamos desapercibidos a los grandes movimientos de nuestra época, que dejan de utilizarnos como a un medium barato, y por un momento empezamos a ser nosotros mismos, por más que eso interese a muy poca gente.


© Juan Francisco Cañones Castelló


[1] Insulto utilizado por el capitán Haddock en los tebeos de Tintin de Hergé.

PRÓLOGO AL LIBRO "EL VIAJERO Y OTROS RELATOS"

(Primera edición en Ediciones “El Almendro”, Córdoba, 1982)

Para un prólogo, dicha sea la verdad, pocas, poquísimas, son las facilidades orientadoras que brinda este inquietante racimo de relatos. Y digo esto, porque, a mi entender, prologar un libro ni debe ser una valoración crítica anticipada ni tampoco una simple notificación más o menos protocolaria. Se trata, no cabe duda, de una misión un tanto intermedia, nada cómoda y con caminos más bien estrechos e intrincados. Muy especialmente, si la literatura que se prologa nos llega en avasalladora torrentera de lenguaje y paradójicamente salida de un autor joven y novel que se nos muestra decididamente desasido de las inmediaciones vitales, para echarse a doblegar las difíciles ceremonias de las pesadillas y las trascendencias

La obra de Juan Francisco Cañones se despliega desde sus primeras líneas igual que un largo y bien intenso viaje hacia las lomas del misterio, rumbo a las hondas oscuridades con que todos escarbamos a veces con el atrevimiento único de los sueños. Porque, en efecto, los modos de Cañones tienen mucho más que ver con lo onírico que con lo meramente imaginativo. Sus alcances no están determinados sólo por unos enfoques ciertamente extraños, sino más bien por la riada expresiva con que anega y empapa aquellos panoramas ideados para situaciones insólitas.

Hasta me atrevería a decir que, tras ese predominio del lenguaje, se adivina una afilada querencia contra lo cotidiano, un duro esquinamiento frente a tantas realidades chafadas por el desengaño. El pesimismo de este autor joven no circula por los entresijos de la proximidad, sino por los distanciamientos alegóricos de las pesadillas. Juan Francisco Cañones se ha evadido de los códigos comunicativos de la experiencia en carne viva. Prefiere escribir sobre esas otras vidas que depositan los delirios en los hondones de la personalidad. Una tendencia que entraña no pocos riesgos, pero que, al mismo tiempo, comporta un horizonte de novísimas búsquedas.

Los riesgos caen del lado en que puedan echarse de menos los mínimos de tierra en los que asentar los pies. Pero, a cambio, la tendencia de este joven narrador se acomoda sobre la atesorada sugerencia de una prosa lindera con los moldes propios de todas las poéticas que no se mantienen hermanadas con lo esencialmente lírico. Tiene una gran fuerza el lenguaje con que se adentra por entre neblinas de unos mundos habitados por dioses, dragones, demonios y seres sobrehumanos o infrahumanos.

Bueno será dejar anotado, eso sí, que, en ocasiones la rareza de los motivos revolotea demasiado lejos de las referencias imprescindibles para lo alegórico. Pero, por fortuna, el empuje comunicativo del lenguaje evita el descalabro de las deshumanizaciones, gracias al ritmo con que apresa y retiene el clima de cada mito. Al final de una lectura en primicia de estos cuentos, cabría aventurar algún que otro reparo, así como también unos cuantos fundamentos para el optimismo del narrador que empieza con tan atrevidas determinaciones. Vaya lo uno por lo otro, no en un silenciar por silenciar, sino en orden a que un prólogo ni debe ser crítica ni apólogo profético. Ahí tiene el lector el hervidero expresivo de estos relatos. Hay mucha tiniebla en ellos. Pero no se trata de resignarse a la oscuridad. El pujante lenguaje de Juan Francisco Cañones escarba en los suelos amargos de la desesperanza. Y se presiente que no tardará en llegarle la luz hasta la acorazada congoja de esa enorme pirámide que cada cual tiene encima.


JOSÉ MARÍA REQUENA
Premio Nadal 1971

Sevilla, octubre 1982.

http://www.josemariarequena.com/index.html

sábado, 30 de junio de 2007

HOMO SAPIENS

I

Ser hombre es amasar contradicciones
y abrir los ojos a la niebla,
y gritar sin voz en las esquinas
y dormir nuestro sueño.

II

Porque no poseemos
un corazón hipotecado a los instintos,
esa cabeza abotargada de palabras,
el cuerpo por el tiempo vencido
y al insaciable amor sujeto,
SER HOMBRE ES AMASAR CONTRADICCIONES.


III

Echárselas de Sapiens,
aunque resulte irónico,
es golpear la mente con báculo de sombras,
ceder a la caricia y al consuelo
de viejas (y respetables) religiones,
amueblar vetustas soledades
con amistades apenas entrevistas
al engañoso roce de unas horas,
atesorar recuerdos de familia, libros y revistas,
detenerse en la piel de antiguas fotos,
acompasarse a ritos, ceremonias.
EN FIN: ABRIR LOS OJOS A LA NIEBLA.


IV

Y sentirse vivir en este reino
construido con adobes de sueño y disidencia,
tan inestable que a veces se derrumba
y sepulta proyectos y esperanzas
dejando en nuestras manos el presente:
frío, desnudo e inmisericorde
(como las rameras que demoran el cobro
pero esbozan una sonrisa estomagante).
Un sonámbulo loco,
despierto una mañana de domingo,
desgañitándose,
GRITARÁ SIN VOZ EN LAS ESQUINAS
su orfandad sin consuelo.


V

Cuando llegue su tiempo,
el día no nombrado, la hora incognoscible,
DORMIREMOS EL SUEÑO
que se renueva en el seno de la tierra.




CANCIONES PARA UN AMOR PROFANO

“El amor es el pasmo y embeleso del viento
por una alada pluma en movimiento”

I

La belleza del mundo,
caprichosa y fugaz como la aurora,
estalla de misterios.
Tu corazón, en cambio,
silente como un pájaro dormido,
se desvela en la tarde.
Ya siento sobre mí
tus ojos adensándose.


II

Rosa sin pétalos,
mi deseo de ser siempre
se deshoja en el viento.
Y es este frío hondo
la tristeza del cuerpo,
que se conoce efímero.
Pero un día solar
alzaré yo mi hoguera
(rosa de fuego)
para hacer de mi júbilo
el hogar de tus sueños.


III

Óyeme, alma de lluvia,
gacela de los bosques recónditos,
compañera de dudas y esperanzas:
mi corazón es cofre de sonrisas.
Como palomas cándidas
que en la noche de abril
durmieron apacibles, olvidadas,
son mis manos el silencio que entreteje
tu verdad de caricias.
Si te amenaza el viento
o te cercan las saladas olas
(está la mar en calma y no lo sabes)
atiende a mi palabra.


IV

Busco en lo infinito de mi sueño
tu imagen temblorosa.
Sé que tirito como el árbol nocturno,
de luna lactescente sorprendido
en el claro del bosque,
fatigado de pálidos fulgores,
de sonrisas inciertas de los astros.


V

Si hubiere de vivir
por siempre en mi rutina
y ocultar mi latir a buen recaudo
-no me concede tregua el alevoso-,
diera en tornarme canto mudo
que en mirada fugaz se adivinase.
Si hubiera de elegir, al fin, el fruto de mis años
y en grave desventura mi amor compareciera,
diera fruto mi amor y yo muriera.


VI

Me dirás del amor que es sólo una barbarie,
un capricho sutil de cuerpos que se enlazan
envolviendo a las almas en falaz torbellino,
el juego de un diablo en desvanes ocultos
simulando inocencia en miradas furtivas,
componiendo en candor los frívolos amaños.
No ignoro que es inútil y trivial el olvido,
que a su rostro no asoma jamás misericordia.
He desdeñado el cúmulo de tus razones breves,
ese amasijo tibio de tus gestos de niña,
el fértil simulacro de tu coquetería.
De tus mórbidos labios en los días de otoño
acataré el decreto, cuando condescendientes
se avengan al susurro, cedan a la dulzura,
tras cortinas que agotan su amenaza de luz.


VII

Si yo te digo “fuego”
quizá entiendas tú “luz”,
creerás que es un pálido
reflejo de los días,
alguna evanescente
penumbra que agoniza.
Mas el rayo te acecha
como un turbión vesánico,
como un fulgor que anubla
cavernas y hendiduras.
Y es posible que, atenta,
entiendas ahora “llama”
y en mi fiebre te anegues.


VIII

De la olvidada rosa tiemblan los pétalos,
Abril asoma el bozo en azahares,
se estremece la carne.
Alguna vez remota y tiernamente
quise tener tu cuerpo,
dormido, entre mis brazos.


IX

Comprende
hasta qué punto me es tu alma tentadora:
en su insaciable abismo
se despeñan los meses y los años;
caballo desbocado, el infinito
despliega su batahola de rumores,
hostiga las cadencias del pasado,
amordaza y ciega a los videntes
y suscita nuevos rostros de la nada.
Entre un venir y un irse estoy anclado
esperando la ola que me anegue.
Y, sin embargo, del mar, que no perdona,
que acumula naufragios y derrotas
en el lecho en que dormita la desgracia,
en esta hora soy cabal enamorado.



CODA

Merodeador de la furtiva belleza
que en asombros te ocupas,
detén el paso leve y lisonjero.
Que es milagro la vida, como río
de miradas que tiemblan en la espera;
portento la flor en gala cuando Abril,
manso dueño de tibios despertares,
proclama la hermosura de las Evas;
estupor indigente la herida del olvido,
el lento discurrir de las sonrisas,
el pulso de la sangre en los aleros
del alma acongojada: la inconstancia.

Diera el hombre en ser ave fugitiva
por ceñirse en más precisa forma
a la veleidad de su talante;
diera en trocarse en nube que, sin lazos,
en un mar de inocencia navegara
hacia el último azul, el de los sueños.