EMPIEZO A NAVEGAR


Hola a todos los internautas aficionados a la literatura. Soy un creador de universos imaginarios y ejerzo de poeta en mis ratos libres. Aquí publicaré mis "mairenatas", palabra que da título al blog. El nombre viene del libro de Antonio Machado "Juan de Mairena", en que un profesor habla con sus alumnos de educación secundaria manteniendo ingeniosos diálogos que tienen un algo entre filosófico e irónico, como no podía ser menos en Don Antonio, a mitad de camino entre el continente de la poesía y el de la filosofía. Sed bienvenidos todos los que recaléis en estas páginas.

Podéis llamarme Montespán, aunque mi nombre es Juan Francisco


EL SIGNIFICADO DEL AMOR


“Amor” es una vieja palabra olvidada, una palabra desgastada por los poetas, una palabra bastardeada y degradada por los ideólogos, con ella los sacerdotes de todas las religiones han intentado conmover a los seres humanos, justificándose en ella los políticos han intentado seducir con sus cantos de sirena a las muchedumbres. Se ha abusado tanto de esa palabra que los hombres ya casi han relegado su significado al limbo de lo utópico o de lo inalcanzable. La gente se levanta cada mañana y sigue empleando este vocablo. Toman decisiones en sus vidas, algunas de ellas muy importantes, que cambian el rumbo de una o de varias vidas, decisiones que justifican apelando al tan manido vocablo. Como una moneda de oro que yaciese en el fondo de un profundo estanque, esta palabra ha ido criando verdina y moho sobre ella, ya no se ve el brillo original.

El éxito de esta palabra ha sido tal que es uno de estos fenómenos que los sociólogos llaman “morir de éxito”. De hecho el amor es aquella realidad desconocida que es más deseada por la gente, que es más buscada. Sin saber muy bien qué cosa sea el amor, o creyendo tener en su mente una cierta idea del amor, la gente es capaz de cualquier cosa por conseguir ese elixir mágico con el cual creen encontrar el sentido de la existencia y la plenitud existencial. Pero, ¿saben de verdad qué es el amor y qué consecuencias entraña? Cuando las personas hablan de amor a menudo hablan de cosas diferentes. Incluso el cine o la literatura se han permitido frivolizar sobre el tema. Cuando en la película “Love Story” uno de los personajes le dice al otro “amar significa no tener que decir nunca lo siento” está proporcionando una visión sesgada y empobrecida del amor. Porque, ¿qué clase de amor es ese que no es capaz de tener en cuenta los defectos del otro, sobre todo si consideramos que todos los seres humanos tenemos carencias y cometemos errores? Si así fuera, si no pudiéramos amar a personas con defectos, entonces el amor sería imposible y amar una empresa tan quijotesca como enamorarse de una labradora y vestirla en la imaginación con las galas de Dulcinea del Toboso, la emperatriz de la Mancha. Y, sin embargo, el peso de estas concepciones sociológicas del amor que nos transmiten el cine y la literatura ha sido tal que todos los años miles de parejas se rompen porque responden en su ruptura a alguno de esos estereotipos facilones que del concepto de amor se nos quiere comunicar en los medios de comunicación de masas. Lo que está claro es que si existe el amor es una realidad personal, individual, no algo que dicten las modas del momento ni las películas de época. Puede ocurrir que algunas personas renuncien a personalizar e interiorizar el amor y se rijan por criterios externos, pero está claro que eso tampoco es algo que ataña a la esencia del verdadero amor.

En principio podemos diferenciar el amor como sentimiento universal entre personas y el amor sexual o erótico entre los miembros de una pareja. El amor universal es un sentimiento desinteresado que busca el bien del otro sin esperar nada a cambio. Es el amor de las personas bondadosas hacia su prójimo. En la medida en que hemos instaurado una civilización materialista y egoísta esta clase de amor va desapareciendo y llegará el día que se hable de él como de algo del pasado. Por desgracia es así. Pero mientras esto ocurre o no quizá todavía haya muchas personas que sean capaces de amar con este sentimiento altruista. Los santos lo lograron en un grado extremo. En este presupuesto el yo se olvida de sí mismo y se sacrifica desinteresadamente. Si hay cualquier tipo de mira o de interés personal, entonces no es tal sentimiento. Este sentimiento puede darse en diferentes grados. En alguna medida, el amor que sienten los padres hacia los hijos es esta clase de amor, por más que pueda estar contaminado de egoísmo o de egocentrismo, al amar a los hijos porque son una prolongación de las características y de los genes de los padres. Desde el momento en que se ame a los hijos porque sean un espejo o una prolongación de uno mismo ese amor no es desinteresado y mucho más lo sería amar a un hijo adoptado. Pero si se ama al hijo no por sí mismo, por el valor infinito que tiene como persona, sino para llenar las propias carencias o vacíos afectivos, entonces tampoco puede hablarse de amor absolutamente desinteresado. El síndrome del nido vacío deja al descubierto las carencias emocionales de muchos padres, incapaces de amar a distancia al hijo que fue el objeto de su devoción durante media vida. Pero el amor desinteresado precisamente por serlo debería ser capaz de la purificación y del distanciamiento.

El amor sexual o erótico ha sido reducido en nuestra cultura a veces a la práctica del sexo en común, a mantener relaciones carnales. Pero esta simplificación entraña también una enorme degradación y de ahí a practicar el sexo sin amor hay sólo un paso. Esta reducción corre pareja con la desfeminización de la mujer y otras aberraciones como el feminismo convertido en uno de tantos radicalismos exaltados que remueven el ambiente de nuestra época. Esto debe aplicarse también al varón. Tanto él como ella deben esforzarse en agradar al otro miembro de la pareja, porque desdice de la condición del amor el entregarse a la pereza. Claro que estar preparado y agradar al otro exige esfuerzo y sacrificio, tanto como lo exige el ser comprensivo, paciente y tolerante con los defectos del otro, el llegar a amarlo por él mismo y no por lo que nos proporciona en regalos, en dinero o por lo que aporta al matrimonio. El amor tiene una finalidad en sí mismo. Amamos a alguien cuando disfrutamos de su compañía, cuando somos felices por el simple hecho de estar a su lado, porque la presencia de esta persona nos inspira y nos completa como seres humanos. Esa felicidad llega a ser plena cuando la mutua posesión completa las carencias que en ambos pueda haber. Pero se desvirtúa cuando se convierte en afán de manipular y de convertir al otro en un objeto para nuestro disfrute, se lo reduce al rango de mera pertenencia personal, como un apéndice de nuestra persona al que no se le concede ni la dignidad ni la autonomía suficientes para decidir por sí mismo en cualquier cuestión que le afecte. Por eso la piedra de toque del verdadero amor es el respeto a la libertad del otro, a su capacidad de decidir por sí mismo, porque en ella radica la verdadera dignidad de la persona, que es inalienable y es de hecho el don más valioso de un ser humano. No se puede renunciar a ello y los miembros de una pareja que lo hacen entran en una espiral de relaciones sadomasoquistas que sólo genera infelicidad. Amar es compartir libremente. Pero no se puede forzar ese compartir. Y tampoco podemos pensar que las dos personas de una pareja son igualmente generosas en la entrega. No hay dos seres humanos iguales. Los hay que ponen todo lo que tienen encima de la mesa y le dicen al otro: aquí está todo, lo pongo a tu disposición, empezando por mi tiempo, mis esfuerzos, mis energías, mis talentos y capacidades, mi cuerpo, mi belleza. Otros en cambio se dan con reservas. De cualquier modo el amor es algo que modifica a las personas, y al entrar en el campo de fuerzas de una relación ya ninguno de los dos será el mismo. Para bien o para mal, cada movimiento que vamos haciendo en el juego suscita una respuesta del otro. Jugamos con él, no contra él. Colaboramos en la instauración de un nuevo ámbito de vida compartida, no nos reservamos para nosotros mismos las ventajas de la nueva situación. Respetar al otro supone dejarle un espacio personal para que tenga vida propia, no sea un mero satélite nuestro. Supone el permitir que difiera de nosotros en todo aquello que él o ella escoja libremente diferir. La tolerancia con las divergencias es indispensable para que el amor subsista. Hay que saber que si el otro es diferente eso nos enriquece, no supone una merma de nuestras posibilidades ni un atentado contra nuestro ego.

La mutua entrega del cuerpo en el acto sexual entraña no sólo un placer físico sino también espiritual. Con esta entrega se simboliza plenamente el amor. A veces se olvida esta segunda faceta. La posesión del otro sólo es auténtica posesión cuando no entraña una degradación de la persona sino una elevación a un plano superior. Igual que no es lo mismo tomar una ciudad por asalto que recibir graciosamente del alcalde de la ciudad las llaves de la misma, no es igual que una mujer se entregue a su pareja por rutina, por aburrimiento, por sufrir excesivas presiones del varón, que si lo hace libre y voluntariamente. Incluso haciéndolo libre y voluntariamente puede haber grados en la disponibilidad y en la entrega. Si la mujer se prepara libre y espontáneamente para el acto sexual, sabiendo que va a hacer una donación de sí misma, y como se sabe valiosa, desea hacerse estimar en su auténtico valor, este autoenaltecimiento no supone sumisión al varón por ceder al deseo de agradarle. No hay ningún mal en embellecerse, depilarse, perfumarse, vestirse para la ocasión con lencería… Si la mujer no hace todo esto porque piensa que supone hacer concesiones al varón entonces renuncia a una cierta faceta de su feminidad y por ese camino acabará renunciando al amor mismo. Cuando la mujer se entrega a su pareja es como si le dijera: “Ven, amado, tienes abiertas todas las puertas de mi ciudadela, tendidos todos los puentes, me he preparado y embellecido para ti, ven a tomar posesión de tu reino en el salón del trono, soy toda tuya, tuyo es mi cuerpo y tuya mi alma toda entera.” Esta culminación del amor expresa un deseo de unión más profundo de las personas que no se detiene en lo físico. Los dos amantes saben que sus cuerpos no pueden constituir una unidad sino de forma efímera, pero lo verdaderamente importante es la unión de las almas. El placer físico intenso de la fusión de los cuerpos va acompañado del placer espiritual que se tiene al saberse tan valioso para el otro. Muchas parejas tienen problemas en su relación con el otro por problemas de autoestima y si no se entregan con más frecuencia al amor es también por inseguridad, por poner trabas y obstáculos interiores al amor, ya que al no considerarse valiosos a sí mismos no se sienten en disposición de gozar ellos mismos y de hacer gozar a su pareja. También el varón puede prepararse para agradar más a la mujer, comprarse una ropa que lo haga más atractivo, utilizar cosméticos (de hecho en la publicidad actual cada vez más se percibe el uso de productos exclusivos para el varón), mantenerse en buena forma física para parecer más esbelto, más robusto, y responder al estereotipo que espera la mujer en el hombre. Se puede de algún modo plegarse a estos estereotipos sin abdicar de la faceta personal del amor. No hay contradicción en ello. Porque se es hombre y mujer dentro de una cultura y de una época, inevitablemente. Lo que hay que tener buen cuidado es de no vaciar de contenido al amor por una excesiva servidumbre o servilismo en relación con dichos estereotipos culturales. Por encima de cualquier convencionalismo debe asomar siempre lo que de más genuino hay en el amor, que es la personalidad de cada uno de los amantes, y eso es algo tan original y diferente que se transparenta detrás de todo estereotipo y no debe ser desvirtuado por poner demasiado el énfasis en el envoltorio. Cuando se saborea una botella de vino lo importante es el vino, el envase es secundario, por más que resulte agradable una botella bien diseñada y una etiqueta elegante y estética plagada de indicaciones acerca de las características del vino, las referencias a la denominación de origen y otras minucias técnicas. Lo importante en el amor es hacer un rito de la entrega, del don de uno mismo. Buscar los tiempos y los momentos para que esa entrega sea maravillosa, especial, una experiencia que construye interiormente a la persona, nunca una dejación o abandono de las propias peculiaridades. Lo que le falta al amor tal como lo concibe la civilización actual es autenticidad. Son demasiados los disfraces y las máscaras con los que el mundo moderno insulta al verdadero concepto del amor. Muchas relaciones efímeras en que sólo se exalta el placer sexual sin que haya verdadero amor desembocan en el vacío. Nuestra cultura abusa de los psicotrópicos y de los somníferos, las clínicas psiquiátricas están llenas de personas deprimidas que han jugado a aprendices de brujo con sus instintos, que son fuerzas tan poderosos que pueden llevar a la persona al caos mental, a la locura o al suicidio. Todo esto proviene de engañarse uno a sí mismo y de engañar al otro, de decir amor donde sólo se dice placer o desahogo de los sentidos, de decir entrega y para siempre donde sólo se dice pasatiempo y por un rato tan sólo. Quizás se pueda amar con sencillez y verdad, sin grandes ceremonias, pero el ser humano tiende por su naturaleza religiosa a hacer de todas las cosas un rito. Y no es malo hacerlo así. Buscamos en cada instante tener una experiencia de la totalidad, una visión del cosmos. Y cuando nos unimos a nuestra otra mitad y nos convertimos en rey y reina mutuamente entonces el universo se sitúa delante de nosotros y nos muestra sus enigmas, nos sentimos plenificados.

Digo que la culminación del amor en la entrega sexual es el resultado o la culminación de un proceso de acercamiento entre los dos miembros de la pareja. Pecarían de ingenuos quienes pensaran que las personas que forman la pareja están siempre igual de próximos el uno del otro. Lo cierto y verdad es que igual que los planetas del sistema solar pasan por muy diversas posiciones en el espacio y hay veces en que la órbita de uno se acerca a la de otro, así sucede también en las relaciones de pareja. Hay acercamientos y distanciamientos, enfados y reconciliaciones, momentos de enfriamiento o de paréntesis en las relaciones y momentos de fogosidad y entusiasmo. Dado que se trata de dos seres vivos y la vida es movimiento y dinamismo, no tiene nada de extraño que las cosas sucedan de ese modo. Lo sorprendente sería que dos personas se amaran como si fueran dos frías estatuas, sin moverse nunca del sitio ninguna de las dos. Cualquier pretensión de hacer de una relación que es dinámica algo estático resulta absurda y antinatural. Por lo demás buena parte del significado del amor tiene que ver con la posibilidad de realizar proyectos en común, desde criar a los hijos y educarlos, hacer viajes juntos, decorar una vivienda comprada por ambos, o participar de alguna actividad que apasione a ambos.

El amor es paciencia, paciencia con los defectos del otro. El amor es perdón. El amor es desear el bien del otro. El amor es evolucionar con el otro, envejecer con el otro. El amor es también disfrutar de la soledad para luego saborear mejor la compañía del otro. Amar es aprender a estar próximos aunque haya cierta inevitable distancia por las diferencias de educación, de cultura, de apreciación de la realidad, de concepción del mundo, de ideología, de valores, de saber estar y socialización. Son esas diferencias las que nos constituyen como personas. Ser persona es ser diferente. Diferente a los otros en todo, aunque sólo sea en pequeños matices. Ser persona es saberse especial y diferente, único, único entre millones de personas que hay en todo el mundo, es más: irrepetible. En la medida en que hacemos saber al otro que comprendemos esas peculiaridades, esas diferencias, y las respetamos, estamos afianzando el amor, haciéndolo más sólido. En la medida en que tributamos pequeños homenajes a esas diferencias del otro, homenajes de tolerancia y de paciencia cuando las diferencias puedan a veces suponer una pequeña renuncia o sacrificio de nuestra parte, de modo que el otro perciba que lo aceptamos tal como es, estamos ensanchando y enriqueciendo el caudal del amor. Pero esas renuncias y esos tributos que hacemos a las diferencias del otro serán tanto más valiosos cuanto más libres sean y cuanto menos perjudiquen a nuestras propias peculiaridades. Porque en el amor las diferencias deben coexistir mutuamente reforzándose, no oponiéndose, pues oponer las diferencias es el camino de la disensión y de la discordia. El otro debe saber que apoyamos sus diferencias y él debe a su vez hacernos llegar el mensaje de que está de acuerdo con nuestras peculiaridades, de que las acepta tal y como son y que se siente enriquecido con ellas. Ambos deben ser conscientes de que son muy afortunados de tener al lado a una persona con esas diferencias. Sería muy aburrido tener junto a uno a un clon de uno mismo, que tuviera los mismos gustos, las mismas preferencias personales en todo e incluso los mismos defectos. La individualidad de los dos miembros de la pareja se refuerza por el contraste con las peculiaridades del otro. Esta diferencia debe llegar a ser una complementariedad, no una oposición radical que llevaría a la ruptura. Los dos amantes deben ser tan inteligentes y deben tener tanto interés por el bienestar del otro que se digan mutuamente: TE ACEPTO TAL Y COMO ERES PUES DESEO QUE SEAS FELIZ Y SÉ QUE NO PODRÍAS SERLO SI NO FUESES TAL Y COMO ERES, ES DECIR, SI NO FUESES TÚ MISMO. EL MEJOR TRIBUTO QUE PUEDES HACER A NUESTRO AMOR ES NO RENUNCIAR A SER TÚ MISMO. ME SENTIRÍA OFENDIDO SI POR ADAPTARTE A MI FORMA DE SER RENUNCIARAS A LA TUYA. LA MEJOR PRUEBA DE QUE REALMENTE ME AMAS ES QUE SIGAS SIENDO EN LO ESENCIAL TAL COMO ERAS CUANDO TE HE CONOCIDO.

Y qué ocurre con los defectos que pueden dañar y deteriorar una relación de pareja. Esos defectos existen. De hecho muchos matrimonios fracasan por ello. Hay que dar tiempo al otro para que evolucione, para que madure. Y el otro debe escuchar nuestras sugerencias desde un clima mutuo de tolerancia y de apertura y flexibilidad. El otro debe poner voluntad para cambiar todo aquello que nos perjudique en la relación. Si el otro no está dispuesto a cambiar aquellos aspectos de la relación que nos molestan y nos hieren entonces es que no nos ama lo suficiente. O que es el suyo un amor egoísta, es decir, que es un sucedáneo del verdadero amor. Porque amor y egoísmo son dos términos antitéticos y suponer que puedan coexistir es como la cuadratura del círculo, un imposible metafísico. Si el amor a uno mismo es tan grande y tan absorbente que no deja ningún resquicio para amar al otro a pesar de uno mismo, entonces el amor al otro, que esa es la noción elemental del amor, no existe. Y eso es así por más que intentemos disfrazar de toda clase de máscaras a ese monstruo resultante de eliminar el deseo de que el otro sea feliz y una predisposición por nuestra parte a favorecer y desarrollar esa posibilidad de felicidad del otro.

La mejor forma de conseguir que el otro cambie para bien en aquellos aspectos que nos perjudiquen consiste en establecer unas metas en común, fijarse unos objetivos en el tiempo, establecer fechas concretas para que el otro dé pasos en la dirección correcta. Esta es la pedagogía del amor. Cuando establecemos fechas sabemos que son hitos que nos ayudarán pero también sabemos que no podemos ser rígidos y que puede ocurrir que a veces las fechas no se cumplan porque los seres humanos somos de voluntad débil y nos equivocamos con frecuencia. Al establecer las fechas el otro debe estar plenamente de acuerdo en lograr esos objetivos y debe prometernos que desea cambiar y colaborar en subsanar esos problemas. Se debe partir de un mutuo diálogo y de unas bases en común (pues es mucho más lo que une que lo que separa a los miembros de la pareja) y de una postura sincera en ambas partes. A partir de ahí se deben dar pequeños pero sólidos y firmes pasos en la dirección correcta. A veces los miembros de una pareja, a pesar de haber engendrado hijos juntos y de haber compartido multitud de situaciones difíciles, no tienen la suficiente confianza como para abordar esos asuntos problemáticos, o uno de ellos se deja avasallar por el otro. Esto da lugar a situaciones de injusticia en que una de las partes sobrelleva como puede los problemas que el otro no quiere resolver. Para que el amor no se vea asfixiado por este tipo de situaciones debe haber apertura mental por ambas partes y tener el deseo y la disponibilidad para que, como en ciertos negocios, haya “garantía de satisfacción total para el cliente” (aunque aquí no quepa aquella cláusula de “si no está satisfecho le devolvemos su dinero”). Las relaciones amorosas son relaciones en que las rupturas son siempre dolorosas, ya que lo que aquí se pierde cuando las cosas van mal no es dinero (aunque a veces también) sino sobre todo algo que es irremplazable: el tiempo y las oportunidades de ser felices. Y eso no vuelve nunca una vez que se ha perdido… Por eso hay que ser cautelosos y no dar pasos de los que luego nos sintamos arrepentidos. El amor exige ser diplomático y prudente, no correr riesgos innecesarios. Si un ladrón nos roba el dinero eso se puede reponer fácilmente, pero si nos roban el corazón o nos hacen vivir una experiencia sentimental negativa, ese daño es muy difícil repararlo. Pese a ello estamos hartos de ver en las discotecas a jóvenes que se entregan a orgías de fin de semana y despertar en la playa. Nada de eso lleva a conocer el verdadero amor.

El amor es confianza y cualquier circunstancia que dañe la confianza entre los miembros de la pareja destruye el amor. Cuando amamos nos situamos sin armas (inermes) y en estado de suma debilidad ante el otro sabiendo que no nos dañará. Como una ciudad sitiada se rinde ante el ejército invasor, así nosotros al amar abrimos todas las puertas y confiamos todos nuestros secretos. “A quien confiamos nuestro secreto damos nuestra libertad” afirma una célebre frase. Pero esa confianza no es un cheque en blanco. Esa disponibilidad a la entrega supone como contrapartida no abusar de dicha confianza, ser sumamente cautos o prudentes para no extralimitarnos en nuestro cometido, pues si traicionamos la confianza depositada en nosotros lo perdemos todo. Eso es lo que está en la base de tantas infidelidades y lo que arrastra a tantas rupturas matrimoniales. Porque traicionar la confianza depositada abre ilimitadas posibilidades de volver a repetir esa traición. “Quien hace un cesto hace ciento” dice el dicho popular. Y una vez que nos han fallado nos pueden volver a fallar. Una primera vez, por tanto, supone dejar la ciudadela desarmada, sin guardas, para que el enemigo la asalte cuando quiera, sin que tengamos garantía alguna de que aquello no ocurrirá. Porque cuando se es desleal a la promesa dada inicialmente de fidelidad no hay ninguna razón para pensar que no pueda volver a suceder conociendo las flaquezas de la naturaleza humana. Dicho esto, también hay que decir que hay parejas en que la persona traicionada perdona al otro y le da una segunda oportunidad y a veces funciona. Si la persona que ha cometido ese error se arrepiente en su fuero interno y valora de verdad esa relación y no quiere echarla por tierra, entonces si el otro es lo suficientemente generoso como para perdonar hay una segunda oportunidad. No ocurre esto en todos los casos. Sólo en algunos. A decir verdad, lo más frecuente es que después de la infidelidad sobrevenga la ruptura, entre otras razones porque el rencor generado por la traición en la persona traicionada hace muy difícil la convivencia. Y no todo el mundo es capaz de perdonar hasta ese extremo. Repito que hace falta una gran magnanimidad y una gran generosidad de espíritu para ello. En general los hijos en común son el más fuerte vínculo que une a una pareja. Pero incluso teniendo hijos muchas parejas no logran superar una situación de infidelidad de uno de los dos cónyuges. Ciertamente los hijos son la prueba viviente de que en un momento de sus vidas hubo amor, están ahí proclamando que esas personas han llegado muy lejos en el camino de la unión, han entreverado sus vidas, han construido un hogar. En momentos de naufragio hay que agarrarse a esta realidad, que es sólida y bien fundada, para seguir adelante. Los hijos no tienen la culpa de los errores de los padres y ellos se merecen todo nuestro amor.

Sí, el amor, por el carácter excelso y sublime de este sentimiento, invita a todos los excesos y nos pone en el camino de todas las demasías y exageraciones. Él abre las llaves de todas las delicadezas. El amor, que inspiró siempre a los grandes poetas, trae consigo en una bandeja todos los dones. Pero el principal es el don de sí mismo. Porque todo aquel que se entrega se conoce y el que mezquinamente se reserva para sí mismo se pierde y no llega a conocerse jamás. Ya lo decía Cristo en el evangelio: el que quiera ganar su vida la perderá y aquel que la pierda la ganará. El amor es un sublime acto de conocimiento del otro y de uno mismo. Nunca llegamos a conocer del todo a la persona que amamos, aunque creamos conocerla. Porque nos separan dos pieles y dos mentalidades muy diferentes. Esa aventura no cesa jamás, aunque la muerte pueda poner término a nuestra vida. Amar es conocer, decía San Agustín. Y en la Biblia se dice que Adán conoció a su mujer para referirse a que tuvieron conocimiento carnal. El cuerpo es el vehículo a través del cual se revelan parcialmente las almas. Pero si cada alma humana es un infinito de deseos y de posibilidades, el experimentar nuevas facetas de esa misteriosa realidad está siempre a nuestro alcance. Los verdaderos amantes son como los descubridores de nuevos continentes. Hay que ser humildes para amar. No se puede amar desde el orgullo o la soberbia. El hombre y la mujer deben saber de qué mimbres están hechos, de qué barro nos han amasado. Somos criaturas limitadas, débiles, frágiles, sometidas al imperio del tiempo y de la muerte. No se puede amar desde la autosuficiencia y desde la prepotencia de creernos superiores a los demás. Sólo se puede amar desde el reconocimiento de los propios defectos, desde la perspectiva de madurez que nos da la vida con todas las derrotas y decepciones que nos va inflingiendo. Sólo se puede amar al otro cuando vemos en él a un compañero tanto de momentos de triunfo como de fatigas y desilusiones, fracasos y vencimientos. Intentar pasar factura al otro por nuestros fracasos o nuestros complejos destruye el amor. Para amar se requiere responsabilidad y madurez: asumir nuestros errores y fracasos de modo personal. No es fácil porque desde pequeños recibimos el mensaje de que es más fácil desde nuestra cultura ocultar mediante mentiras (mentiras a los demás pero sobre todo mentiras a uno mismo) nuestros fracasos. Esta sociedad sólo admite a los triunfadores. A los fracasados los centrifuga a la periferia y los margina. Por eso es tan importante la humildad y la sinceridad en el amor. Porque sólo a las personas que son flexibles y viven en la verdad se les revela el verdadero significado del amor, aquel “Ama y haz lo que quieras”. Puedes sentirte verdaderamente libre amando si concedes a tu pareja la misma libertad. Pero esa libertad no supondrá nunca la posibilidad de dañar al otro ni la de poner tus propios intereses por encima de los de él. Bien fundamentado el amor en unos principios éticos elementales (no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti, la conocida regla de oro de la ética en todas las culturas), entonces el territorio que se abre al amor es casi ilimitado, es el territorio de la vida misma, porque el amor no conoce fronteras. Igual que el ser humano carece de libertad para autolesionarse o dañarse a sí mismo, y si cometiera esos actos no serían el resultado de una auténtica libertad sino de una obcecación o ceguera espiritual, así también nadie debe tomarse la libertad de dañar al otro en la relación amorosa, porque cuando uno ama de verdad el otro es una prolongación de uno mismo y debería dolernos en carne propia todo lo malo que le sucede. Y si el otro es tan insensible que no entiende esto y nos daña, entonces deberíamos dialogar con él para hacerle ver el daño que nos ha inflingido. Y si se negara a hablar con nosotros entonces estaría proclamando con su actitud irresponsable que no nos ama. Porque el amor no es cuestión de palabras sino de hechos, se revela menos con declaraciones ostentosas y retóricas que con actos sencillos pero verdaderos en los que se trasluce el interior de la persona. Es más, la excesiva palabrería hace daño al amor, porque el país del amor es el silencio y es en la profundidad de ese silencio donde el amor sienta sus reales y reina como soberano poderoso, es allí donde se gestan sus hazañas, en lo secreto. Y los verdaderos hijos del amor son silenciosos y son también los hijos de la paz y del perdón. El amor es un sentimiento tan inefable y maravilloso que no debiera existir otro destino para un ser humano sobre la tierra. Y todo lo demás sería perder el tiempo. Demos gracias por todas las oportunidades de amar que hayamos tenido en nuestra vida. Porque no otro es el secreto de la felicidad que tanto buscan los hombres. Ahí radica todo.

© Juan Francisco Cañones Castelló

DELIBERACIÓN SOBRE LA "INJUSTA" BELLEZA

¿Por qué habría de ser inocente la Belleza?
Por ella Adán mordió de una manzana tan seductoramente ofrecida.
¿No estaba prefigurada en Eva la belleza de todas las mujeres del futuro?
¿Cómo resistirse a semejante fruto?
Por ella fue tomada Troya e incendiada[1].
¿No dicen que el amor es fuego?
Por ella Friné[2] fue absuelta por sus jueces.
Por ella Urías[3] fue enviado a primera línea de batalla
y David lloró sus amores culpables con Betsabé.
Por ella María Coronel[4] se desfiguró el rostro.
Por ella fue castrado Abelardo[5].
¿Quién sostiene aún que la belleza sea justa?
Sobre lechos de dolor y de amargura,
sobre la senda de los esclavos,
se alzarán cuerpos nuevos, rutilantes,
espléndidas mujeres virginales
y efebos adolescentes.
¿Es justo que sean los herederos del dolor?
¿Lo es que la belleza escale hasta el cielo
después de haberse apoyado en una cadena de infamias?
¿No nacieron hermosas doncellas de una estirpe de rameras?
¿No tuvieron en su linaje los castos mancebos a varones disolutos?
No pueden evitar ser hermosos los que lo son,
como el día no puede dejar de ser día y el sol brillar en el cielo.
No existe más dulce fatalidad.
Serán envidiados por ello.
¿Deberán pedir perdón acaso?
Si se les ha concedido un don,
¿deberán ocultarlo para protegerse del rencor de los deformes y obtusos?
Sufrirán el hostigamiento y el acoso de miles.
¿Quién los defenderá de los tristes y retorcidos?
¿Es que la Belleza no soporta también su carga?
¿Por qué pretendemos doblegar a la frágil Belleza?
Somos nosotros los doblegados
bajo el espectáculo sutil e impalpable de su esplendor.
Así queremos permanecer siempre,
deslumbrados bajo ese delicado peso
sin el cual, ¡ay!, no tendría sentido nuestra vida.
Si no eres hermoso, ¡oh, hijo de Adán!, no sufras por ello.
Toda esa belleza se hizo para ser contemplada.
No quedarás ayuno en este banquete.
Tú también estás invitado a entrar en comunión con lo sublime.
No des tu alma a la tristeza.
Aprende a agradecer la presencia de la Hermosura,
que todo lo santifica.
¡Gloria eterna a los herederos de todos los despojos,
gloria a los que muestran el resurgir del alba tras la noche,
que se allanen a su paso todas las sendas,
que enmudezcan todos los labios,
que en su contemplación sólo reine el silencio
y al éxtasis suceda el puro arrobamiento!
¿Es que la cercanía de la Belleza no nos hace divinos?
Benditos sean ahora y siempre,
de edad en edad, de eon en eón,
todos los que son hermosos de cuerpo o de alma,
que la vida les sea benévola y la divinidad indulgente,
que los hombres les sonrían y toda fortuna les colme,
pues como mensajeros de los dioses
van abriendo para nosotros en este mundo
la difícil senda que al Paraíso conduce.
Si alguno no cree en los ángeles, que los contemple.
Y si aún alguna duda tuviera,
que su corazón se esponje con humildad
y se deje penetrar por la Gracia de la Belleza.
El que atiende a la perfección se olvida de sus propias carencias.

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[1] El asedio e incendio de Troya se debió a la belleza de Helena, que fue raptada por el enamorado Paris, hecho que suscitó la respuesta de las tropas aqueas y la artimaña del célebre Caballo de Troya.
[2] Friné: célebre cortesana griega que se desnudó ante el tribunal que la juzgaba, que extasiado ante tanta belleza decidió perdonarla.
[3] Urías: el marido de la judía Betsabé, mujer que había contemplado desnuda (cuando ella estaba bañándose) el rey David. David envió a Urías a la muerte en el combate dando instrucciones para que el soldado fuera colocado en el sitio más peligroso de la batalla, con el fin de que dejara viuda a su mujer y poderse casar el rey con ella, como así hizo, engendrando en ella a Salomón. Luego David, al ser consciente de su pecado, lloró sus culpas y escribió los Salmos.
[4] María Coronel era una dama de gran belleza, noble y virtuosa, de Sevilla que, cortejada por un personaje de la realeza, prefirió desfigurarse el rostro e ingresar en un convento antes que acceder a las pecaminosas pretensiones de quien quería seducirla.
[5] Los amores de Abelardo y Eloísa, una célebre pareja de amantes de la Edad Media, acabaron trágicamente cuando el tío de ella acompañado de un grupo de hombres mandó castrar a Abelardo. Luego ambos, Eloísa y Abelardo, se separaron y entraron en sendos conventos, pese a lo cual siguieron escribiéndose cartas hasta el final, parece ser.

© Juan Francisco Cañones Castelló


MONÓLOGO DEL REBELDE

Preferiríais que fuera sumiso, lo sé. Os molesta mi rebeldía. Pues si os molesta os fastidiáis. No me voy a plegar a vuestros caprichos ni a vuestras rutinas. Me molestan tantas leyes y tantas normas. No nos dejáis respirar el aire de la libertad. El que saborea la verdadera libertad una vez, jamás podrá ya renunciar a ella. Os lo aseguro. No habéis visto detrás de cuántas revoluciones en la historia de la humanidad estaba el espíritu de la Libertad guiando al pueblo. Pensad por ejemplo en Espartaco, aquel valiente esclavo que guió a los suyos a la utopía, aunque al final acabaran todos crucificados. ¡Cuántos como él después repitieron el gesto! No, no os dejéis seducir por los cantos de sirena del progreso. El verdadero progreso es ser libres. No renunciéis a ello. Pensad que a cada vuelta de tuerca que dé el destino intentarán aherrojaros y maniataros de mil formas distintas. Os hablarán, por ejemplo, de la comodidad de utilizar máquinas. No os engañéis. La sujeción a las máquinas es una de las peores esclavitudes a las que os podéis ver sometidos. Simplificad vuestra vida, no dependáis de artilugios mecánicos, que como cosas hechas por hombres os pueden fallar en el momento más crucial, cuando os sean más necesarias. La autonomía personal empieza por las pequeñas cosas, los pequeños detalles de cada día. No os creéis necesidades artificiales, porque cada una de ellas coartará vuestro bien más preciado, que es la libertad. Si no me creéis haced la prueba. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Pero, una vez perdida la libertad, ésta se hace querer y añorar, ¡creedme, lo digo muy en serio!, aunque luego no todos son capaces de recuperarla. Los hombres no valoran esta joya esencial, no la estiman en lo que de verdad vale. Y luego se lamentan. Se dejan esclavizar por el abuso de placeres efímeros, como una sexualidad desenfrenada, las drogas, la ambición de poder y de dinero. Hinchan su ego y luego se ven aplastados bajo el peso de ese ego elefantiásico y descomunal como hormigas aventadas por la tormenta.

¿Sabéis por qué soy rebelde? Os lo voy a decir, no tengo empacho en revelaros mi secreto. La verdadera libertad nos permite seguir en el empeño de ser nosotros mismos, no renunciar a nuestra esencia. Si perdemos nuestra dignidad y renunciamos a ser nosotros mismos, nos dejamos moldear por los otros hasta el punto de llegar a ser unos extraños; entonces, ¿qué nos queda? Alienarse es perderse. Sólo se poseen a sí mismos los que no se dejan atrapar en la telaraña de la locura. Y este mundo conspira para que caigamos en sus trampas, está continuamente tentándonos con todo tipo de apariencias. Hay mil formas de enloquecer, todas aparentemente atractivas, seductoras. Pero el precio final que hay que pagar es que la persona no es ya la dueña de sí misma. Eso es el esclavo: alguien que no se posee a sí mismo. No sólo las personas pueden esclavizarnos. A veces el dominio que puede instaurar una cosa sobre nosotros puede llegar a ser más sutil y certero que el que mantiene una persona. Hay que estar alertas. No renunciéis nunca a llevar las riendas del carruaje de vuestra vida. Abandonad cualquier proyecto si este implica esa renuncia aunque sea de forma más o menos velada o implícita. Las únicas esclavitudes dignas de un hombre: la Verdad, la Belleza, el Amor, la Paz. Pero para dejaros poseer por ellas deberéis primero renunciar a toda atadura. ¿Estáis dispuestos a tamaño sacrificio?

© Juan Francisco Cañones (texto extraído del "LIBRO DE LOS MONÓLOGOS")


PALABRAS ESCRITAS POR EL DEMONIO DE MORG

La semilla viscosa del hombre emerge de los pantanos de la carne y en un impulso ciego, muy propio del que huye de las ciénagas, se adentra en el territorio de la locura, un cuerpo de mujer (nido sin retorno), en el rito de asedio de un vientre y en la coronación de un destino. Desde esta sede lóbrega el emigrante busca espacio abierto, sale a poblar de inquietantes chillidos la limitada extensión en donde mora. Si diesen cuenta de él entonces la espada, el fuego o el veneno, este alborotador no alcanzaría la sazón del fruto. Al hombre adulto y belicoso le pierde el deseo de mujer lasciva y a la hembra exhibicionista y dada a lujos el de un varón fecundante y poderoso. Si el fruto primerizo de la hembra mostrara aletas y escamas sería más fácilmente la presa de Leviatán; si en vez de robustos brazos, alas, abarcaría el aire alto hasta llegar a las cimas de los montes. Si careciera de patas y se arrastrara serpenteando por el suelo, un elefante podría aplastarlo sin distinguir entre él y un simple escarabajo. El excesivo mimo con que la mujer trata a sus crías hace de éstas entidades con afición a la vida regalada y el hedónico desmadre. La dolce vita no se hizo para criaturas mortales. Mas dejemos que consuman sus inútiles gozos en las garras del tiempo, que este ladrón acabará despojándolos de todo lo que de valor haya en su haber.
(De un papiro egipcio de la XII dinastía)

© Juan Francisco Cañones Castelló


METÁFORA

Indagué en los misterios que obsesionan
y os ofrezco este fruto de mi viaje:
perdonadme sea escaso el equipaje.
Parvos gozos mis búsquedas coronan.

Ángeles: energías que liberan.
El cielo es un estado de armonía
que a la muerte del cuerpo sigue un día.
Las virtudes como astros reverberan.

Éxtasis es dulzura que enamora
y a la séptima esfera lleva el alma,
de su carne olvidada en una hora.

Eternidad es el lugar donde se mora
habiendo trascendido en esta calma
toda vicisitud alienadora.

© Juan Francisco Cañones Castelló


E L V I A J E R O

(Relato alegórico)

«Cuando llegue el crepúsculo de los dioses la serpiente devorará la tierra y el lobo el sol.»

J.L. BORGES


I

Durante muchos meses dormitaba flotando en la marea de los días sobre una delgada y uniforme capa de tedio. Raras veces salía de mi letargo, si no era para lamentarme de mi suerte o bostezar. Cuando en alguna de estas taras ocasiones levantaba al fin la mirada hacia un cielo poblado de estrellas, la constelación del Dragón me guiñaba maliciosamente en cada una de sus puntuales vértebras, como invitándome a mayores empresas que aborrecerme a mí mismo. Peto cuando decidía alejarme del mar­co de mis desdichas caseras, mis deseos salían de lo hondo y sobrenadaban hacia la cloaca en que pululan los abúlicos sueños de muerte, hasta que la in­decisión me anegaba enteramente.


Poco a poco fui domesticando mi pereza, reabsor­biendo aquella languidez pueril en esperanza. Era entonces justamente el tiempo en que ya no perdía mis sueños en contemplar estrellas, sino que preparaba el viaje.


II

Cuando todo parecía dispuesto para iniciar la na­vegación hacia los confines de aquel mar de silencio en que se había mudado pata mí el mundo exterior, mi cuerpo se asemejaba a un fardo, y era tan inerte -a causa de mi tristeza inmemorial- que apenas podía moverlo. Entonces sonreí, y, auxiliándome de los difuminados recuerdos de una infancia demasia­do remota, me lancé a la persecución de mi meta sin conocer o decidir de antemano qué ruta tomaría ni qué equipaje podría resultarme a ciencia cierta más liviano a la larga. Me decía, en mi fuero inter­no: «Seguro que daré con el camino, y ya nada habrá de preocuparme, o bien algún alma bondadosa se complacerá en ayudarme a orientar mis pasos.

Avanzaba durante todo el día, sin detenerme, has­ta que ya los pies no me sostenían. Entonces me acomodaba bajo una higuera y tomaba el parvo alimento que renovaba mis fuerzas. Así, solazándome en estos instantes en que hacía esporádicas concesio­nes al cansancio, pude recorrer el país en que habitan los hombres-sin-corazón, tierra seca y desheredada, más parecida a un enorme desierto que a otra cosa, y atravesar la selva de los descabezados, regada con un abundante llanto que les brotaba del ombligo, y en donde ningún árbol daba frutos. Caminaba devo­rando mundo a lo largo y a lo ancho, dejaba la tierra y cruzaba el mar, pero el ingente globo no contenía milagros ni misterios, sólo hombres agotados por el trabajo y mujeres que cosían a la luz de una vela.

Eran sus aldeas húmedas concentraciones de cho­zas, y cada una de aquellas macilentas cabañas yacía separada de las otras como un leproso que se nutrie­ra de inmovilidad y de miseria. Sus rostros agobia­dos resplandecían cuando las hogueras les aliviaban del frío y sus ojos eran como breves lunas gemelas que presagiaban inviernos. La vegetación del hastío se enroscaba en sus cabellos y formaba lechos de heno turbio sobre los que la desesperación retozaba con la barbarie.
Me cegaban el asombro y la tristeza y extendía mi mano para saludar con prisa a los esclavos.

Partía al fin, arropado en los benévolos oráculos de los dioses locales. Y cuando acabé de enfrentar­me con la realidad de los hombres y el corazón se me hubo agrietado, me despojé del lastre inútil de la desesperación, aunque mi inercia no amainara.


III

En aquel día de oscuro amanecer, cuya historia se pierde en el tiempo, emprendí la captura de un aparecido. El absoluto tenía a los de su clase tan estrechamente asidos que no los dejaba deslizarse, y al comprobar lo irremisible de sus destinos se de­batían en invisibles cadenas como el condenado que espera en vano el cumplimiento de la sentencia.

Pues la eternidad les era demasiado lejana e inac­cesible, y la creían poblada de alimañas astrales y lobos etéreos.
Cuando un poniente tan oscuro como el alba hacía estragos en el horizonte y la languidez de todos los seres afluía mansamente hacia la noche, logré atra­par a uno de aquellos espíritus burlones y le dije:
-Súcubo[1], desvélame la ruta de la serpiente que se muerde la cola[2], para que mi incredulidad, inmersa en luminosa visión, se desvanezca, y esta marea de desdén hacia hombres y cosas ceda.
Pero el joven espíritu se negaba a hablarme y hube de amenazarlo con estas palabras:
-No te soltaré sino a cambio de que prometas ir ante mí señalándome la dirección en que habrá de soplar el espíritu del fuego.
El daimon[3] hizo la promesa y juró en nombre
del viento polar, y de todos sus antecedentes y con­secuentes, hasta que lo solté y se sumergió en la niebla.


IV

Cada noche observaba las constelaciones, esperando un signo en el firmamento para partir y encon­trarme con el espíritu en los pantanos, y las estrellas cantaban en la incertidumbre un himno silencioso a lo remoto. A mi alrededor una calma bochornosa me agobiaba, mientras los mundos, alimentados en la inquietud de lo eterno, describían círculos en la inmensidad.
Encontré al súcubo en el repentino frío del cierzo, y me habló de los albinos, que habitaban la An­tártida, y de la escarcha que se posa en las rosas de Bagdad; me habló también de los abismos que al­bergaban las almas de los errabundos; y me des­cubrió los interminables secretos arrebatados a los sabios de larga y apacible barba.
Mientras me hablaba me envolvieron las tinieblas, huyeron de mi vera los pájaros y me atrajeron sus risas terribles tormentas de granizo. Cuando su boca se colmaba de palabras sin sentido, el espíritu se esfumaba en la distancia y la soledad esclarecía mis tinieblas interiores.
Fue así como me fui acostumbrando a aquel len­guaje sin palabras y cuya envoltura no era otra que el desolado silencio. A menudo lo llamaba y le ro­gaba, pero él no aparecía sino en contadas ocasiones, para hacerme ver que no era su dueño, y cuando trataba de asirlo de nuevo y encerrarlo en alguna botella de sello salomónico[4], él se aplanaba hasta asimilarse en su forma a la sinuosa línea que limita los estanques; no volvía a verlo aquel día, y cada vez me intrigaban más sus palabras[5].

Tan misteriosa era su cháchara que posterga­ba mi melancolía en olvido, y caía en un sopor catártico al que seguía una mayor lucidez en el des­pertar.

V

Con sus manos de viento el aparecido trenzaba las leyendas y componía cristalinos y aromáticos su­darios a las utopías ya caducas, pero yo me impa­cientaba y no atendía a sus filigranas. Tanto me acostumbré a la ociosidad que mi arco permanecía tendido junto a mí y mi morral estaba vacío, por lo que sin cesar le exigía exquisitas viandas. Boquia­bierto y amodorrado, permanecía recostado en mi refugio escuchando sus infantiles patrañas, hasta que las brumas marinas me cercaban y las estrellas me inducían al sueño con su hipnótico parpadeo.

Lo conjuré una noche y le dije:
-Espíritu, sírveme de guía hacia el lugar donde se encuentra la serpiente que se cierra en círculo, pues estimo que ha llegado para mí el instante en que debo conocer el arcano que da forma al uni­verso.
Pero él movió desdeñoso la cabeza y se quejaba. No entendía ya sus lamentos, articulados en una melodía de hojas secas, de silbidos de cobras y tam­bores sagrados. Su indiferencia me hería, y llegué a preguntarme con frecuencia cuál habría de ser mi destino a merced de aquel duende veleidoso que me asediaba y tentaba en secreto para esclavizarme y devorar mi alma. «¿De qué me sirve este daimon ¾pensaba¾, pues no quiere facilitarme la partida? Lo echaré lejos de mí, allá donde los jabalís y el rechinar de dientes[6], y buscaré otro espíritu más dócil que lo sustituya.

Un grito de odio se escapó involuntariamente de mis labios, un gemido inhumano que disolvió defi­nitivamente todo influjo adquirido sobre mí a fuerza de hacerse indispensable -hasta ese punto son sen­sibles estos seres al odio (pues ansiosos por siempre de amor, permanecen eternamente a la espera de un amante)[7].

Apareciendo una vez más, entre salvajes carcaja­-
das, se alejó en la niebla. Debió de doblegar su or­gullo, pues en el alba me despertó a sobresaltos, exclamando con alegría que todo estaba dispuesto; pero yo quise afianzar mi poder sobre él y le apunté:
-Te alejaré de mi presencia y serás sólo un re-cuerdo si vuelves a mostrarte remiso a mis órdenes, y todo aquello que cantas no tendrá ya arraigo en ningún alma terrena (pues sabía cuánto gustaba de recitarme sus mitos en el plenilunio). En lo sucesivo cumplirás de inmediato mis mandatos si no quieres que nos separemos para siempre.

Y el súcubo (que aparecía a mis ojos como una desvergonzada doncella ávida de placeres carnales) rió y escondió su rostro lunar entre las manos. Len­tamente se sumergía en lo profundo, cantando ante mí con coquetería para mostrarme la ruta.

Cuando me detuve a descansar, le hablé en estos términos:
—Daimon, ¡revélame el significado de mi alma y el destino que le aguarda!
-Tu alma no tiene significado alguno, es como una palabra jamás pronunciada de un poema inexis­tente. En lo eterno, sólo el silencio cuenta. Tu signo es carecer de alma. Y habrás de encontrar un alma si deseas pervivir más allá de las hienas y los cuer­vos[8]-me respondió hostil.

Esta respuesta me fulminó, y decidí consultar a un hechicero para aliviarme del peso de los enigmas y dejar al descubierto ciertos pormenores inquietan­tes.


VI

Al día siguiente, muy de mañana, me encaminé con ansiedad a la profunda cueva del brujo que interpelaba a los astros y conocía los horóscopos de cada hombre, los designios de la naturaleza y aque­llos presentimientos de Dios que siendo sólo sueños son, sin embargo, más reales que los seres del presen­te; el mago, una vez me hubo saludado impasible, me contempló con prolija arrogancia y me hizo pros­ternarme ante el ídolo. Tras haber participado oscura y superficialmente en sus ritos y haberme coloreado la piel del rostro con desconocidos pigmentos, inge­rí las libaciones de un licor muy fuerte y amargo. Empezaba a dudar de la virtud de aquella pócima cuando, al fin, se dignó hablarme:

-¿Por qué vienes a mí, tú que careces de alma? Si quieres iniciarte en los misterios, debes encontrar previamente tu esencia, pues en verdad que los ca­dáveres no pueden ser admitidos en ningún convite y menos en la presencia de la divinidad. Necio —de­cía golpeándose el pecho y afectando enfado— vuelve al lugar de donde has venido y anuda el hilo de tu destino [9]. Así podrás recuperar tu alma, que por tu negligencia se desvaneció en el éter.

Y me despidió en silencio, no sin antes precaver-
se contra mis bajos influjos con fórmulas mágicas y abominables maldiciones.

Una vez que hube concebido mi precaria situa­ción de desalmado, decidí volver a mi lugar de na­cimiento para recobrar mi sombra[10]. ¡Malditos los brujos y todos los de su especie, cuando con sus fatuas ceremonias y sus palabras henchidas de vani­dad muestran al hombre con excesiva evidencia los signos y los días!

Los he oído mendigar en la noche un pájaro al absoluto y nada ha sucedido. Por eso es por lo que se han vuelto duros e insensibles a las súplicas de los hombres y apacientan su avaricia. Me han cu­chicheado al oído las historias de sus misteriosas prohibiciones y me han tentado con pecados e in­mundicias dos veces milenarios, con nombres de dio­ses crueles, fatídicos y despectivos.


VII

Cuando reposé en mi lugar de origen y me hice con mi alma, la genuina, la que destellaba mi propia y personal verdad, empecé a caminar despacio, con la cabeza baja, como quien se avergüenza de conocer un secreto harto añejo —y ahora evidente— que le desgarra el ser. Se purificó mi memoria, y recordé mis llantos de niño y mis locuras de adolescente.

Transcurrieron algunos meses, y la fiebre de co­nocer, que nunca me abandonaba, volvió a encender en mí el rescoldo de mis antiguas inquietudes. Ha­blé con el súcubo y le dije:
-Hermosa, nada hay que me aparte ya del sen­dero de la verdad. Y tú has de cumplir tu promesa.

Y lo conminaba a obedecerme y a aprestarse a partir con palabras tan fuertes que arrancaba débiles lamentos de sus labios de mujer. Y al final siempre acababa riendo el espíritu y lo hacía tan torva e insi­diosamente que parecía una buscona mientras far­fullaba palabras oscuras que apenas lograba com­prender. Intentaba pactar conmigo la muy ladina para que la liberara de su compromiso, alegando que en la cima del conocimiento habita la muerte y que no estaba dispuesta a ser aniquilada por entero en manos del cancerbero de las certezas, la espantable bestezuela que los ancianos sabios ven aparecer en sus pesadillas y que, apostada en el umbral de los subterráneos del corazón, veda la entrada a la per­cepción ulterior.

Como su ligereza de palabras me resultaba eno­josa, opté por callarme hasta que enmudeció. Y aproveché la tregua para comunicar de manera clara y tajante a aquella Lilith fantasmal que jamás sería li­bre del juramento que la unía a mí, y que debía, en consecuencia, acatar mis deseos sin discutirlos.

Pude sosegarme cuando la contemplé al fin sumi­sa a mis pies, lamiendo mis abarcas como humilde perro. Por un instante olvidé sus trampas y astucias y sentí compasión de aquella criatura degradada. Me sorprendí pensando que alguna vez había sido una mujer y bajé a la orilla del mar a reflexionar sobre lo que el futuro me reservaba.


VIII

A mediodía inicié mi ruta, escuchando el canto del daimon, que me precedía en mi aventura. Y decidí ir lo más rápido que me permitieran mis fuerzas al encuentro de un asceta de gran renombre, del que se decía que había alcanzado las siete virtudes y el éxtasis en la contemplación de lo que es perfecto, genuino y auténtico. Tanta era la urgencia en ha­cerme con el misterio que despeja todas las ansias y transmuta el alma en una ola de bienaventuranza, lanzada sin obstáculos al infinito. Y el espíritu era como una nube de polvo rojizo que hacía madurar antes de tiempo los frutos, secaba los arroyos, sala­ba los pozos y sofocaba en el barro a los que inten­taban asaltarme.

Como sentía angustia dentro de mí, a causa de lo lejana que se hallaba la verdad, enfermé de fiebres y hube de suplicar al súcubo que con sus ágiles pies de bayadera buscara alguna hierba con la que ex­pulsar de mí aquel fuego maligno.

Ella se estremecía y cantaba, dejando caer sobre mis hombros su roja cabellera. Y mientras yo me recostaba en una gruta a esperar su favor, sin dejar de cantar iba subiendo la pendiente de una colina cercana y se inclinaba a arrancar la flor que crece entre las nieves[11].
Preparó una infusión a escondidas, lo que me hizo temer que quisiera drogarme para que la liberara de mi yugo. Pero mi debilidad era tan grande que bebí, sin más, aquella tisana de composición desco­nocida. Cuando la luna llena apareció en todo su apogeo y el viento sopló con fuerza, dándome en el rostro más como un azote que como una caricia, me explicó que la misteriosa bebida mitigaba ardores y fiebres de otoño, y hubieron de pasar semanas to­davía antes de que recuperara todo mi vigor.

Durante mi convalecencia el daimon me cuidaba y me traía alimento. Bailaba con sutil gracia aires folclóricos de alguna zona del Kurdistán, y tocaba para mí dulces canciones, que había aprendido de los campesinos en fiesta. Y así podía imaginar, gra­cias a ella, la proximidad de la verdad, soñar con la cercanía de la primavera, que en mi corazón eran una misma cosa. Mas no la amaba, pues conocía sus añagazas y su deseo de sangre. Lentamente acabé de sanar y reanudé mi largo camino.


IX

He olvidado la cifra de mis viajes, el tiempo ha devorado perspectivas, panoramas, paisajes, flores y canciones de los lugares más recónditos. Sólo sé que atravesé tempestades, subí en frágiles navíos y en leves barcas que se deslizaban como una corteza de nogal sobre un arroyo turbulento; recorrí dilatadas playas mientras el mar cantaba por boca del daimon una melodía salvaje como el vuelo de una gaviota. Y un día arribé a la tierra donde moraba el jus­to[12], ignota y yerma región donde la voz del hombre era agradable de oír y la compañía alcan­zaba el valor del oro.

En aquel emporio de soledad eremítica había, sin embargo, difíciles e intrincados valles entre monta­ñas desnudas. Y era allí justamente donde vivía el filósofo, consagrado a sus solitarias meditaciones...

Cuando llegué a la choza del Vidente, éste, sen­tado en el suelo en la postura del loto, salmodiaba en un lenguaje arcaico y extranjero lo que parecían ser plegarias al Inmutable[13]. Nadie sino aquel er­mitaño sabia de las propiedades, excelencias y atri­butos del invisible señor. Ninguno era capaz, en su presencia, de vislumbrar lo inefable, pues su grave dignidad arrebataba a todos la palabra de los labios y los sumía en una silenciosa reverencia.

Dije al súcubo que permaneciera en el exterior de la cabaña, para no incomodar al justo (pues los sa­bios consideran impuros a los espíritus de los apare­cidos por no haber retornado al seno de Dios y tanto más a los súcubos, que les tientan a la lujuria). Y el espíritu me obedecía como un perro fiel, en tanto sus purpúreas mejillas perdían al punto su color y la estrella de su frente vacilaba en su lechosa blan­cura. Observarlo entonces era casi una injuria para él, y yo apartaba mi vista de su indigencia.

Ser de inmovilidad y de majestad, albergando en su interior las mayores potencias, aquel sabio tenía en su mano la posibilidad de mudar los planetas en ceniza y la de suscitar las mareas y las plagas. Para no intentar equipararme a su callada grandeza yo no quitaba la mirada del suelo.

Por un tiempo permanecí mudo hasta que, notando sobre mí la fuerza de su mirada sabia y com­prensiva, me decidí a hablarle y le expuse brevemen­te cuál era el objeto de mi viaje:

—Mis aspiraciones son, quizá, una herejía, pero me es preciso llegar a descubrir la ley que rige el universo, contemplar la serpiente que se muerde la cola. Como hombre, tengo derecho a acceder a los más recónditos misterios, pues a los humanos la divinidad nada nos ha negado, si no es rebelamos contra ella.

El justo se indignó al escuchar mis palabras, y, lleno de una santa ira, profirió espantosas abomina­ciones contra mí, solicitó la clemencia del Inmutable, a quien afirmaba que yo había ofendido. Quizá en algún lugar de su mente se conciliaban mi desmedi­da ambición de saber y la omnipotencia de su pureza clarividente. Por un momento pensé que iba a ex­pulsarme de su presencia, pero luego su temblor y su palidez cesaron y escondió la cara en la venerable túnica azafranada como un niño al que ha vencido el sueño (puede que en ese instante observara el rostro terrible del Inmutable). Lo cierto es que me habló pacíficamente.

-Tu deseo no es cosa de poca monta y casi me parece una burla que has tramado contra mí y con­tra Aquél a quien yo represento. Seguramente habrás llegado a pensar que en nombre de esos dere­chos que alegas todo está permitido, despoblar de seres vivos las tierras y los mares, experimentar con los propios hombres y forzar una verdad de los agonizantes. Joven, has de saber que aquello a lo que aspiras es casi imposible, y sólo sucederá en la devastación sin nombre, en el desarraigo del ser y el último canto del cisne.

Y mientras escuchaba las palabras del sabio podía percibir afuera las risas estrepitosas del súcubo, en­tregado a una orgía de estridencias, a la música del abismo. Me sentí desgarrado entre dos absolutos, la sabiduría bondadosa del justo y la malignidad irre­primible del daimon y pensé que mi corazón no per­tenecía por entero a ninguno de aquellos dos universos.

Mentalmente recriminé a aquel ser de pesadilla que desde el exterior turbaba nuestra paz:

-¡Oh, tú, la que tienes por espada la risa y por veneno la sonrisa, calla! No sea que enfurezcas al sabio y nos expulse a los dos de este lugar sagrado.

Finalmente, el sabio murmuró casi en silencio:

-Joven, es terrible cosa la que pides; puedo hacer caer las estrellas de los cielos y trocar en verano el invierno, pero me está vedado mostrarte el cielo de la verdad y su único astro. Incurriría en la cólera del Inmutable si lo hiciera, y ambos sufriríamos las consecuencias: seríamos aniquilados en el fuego de los presentimientos, las profecías horadarían nuestra mente hasta enloquecernos, y al final una muerte eterna se haría cargo de nuestros despojos.

Pero como yo no estaba dispuesto a desperdiciar aquella oportunidad única, le sugerí con diplomacia:

-Entonces, si esto no te está permitido, muéstra­me a alguien que pueda hacerlo o el procedimiento que he de seguir para encontrarlo.

Porque, como un alquimista ingenuo, pensaba que se trataba de alcanzar una compleja fórmula, de composición e ingredientes ignorados. Algo debió de ver en mi actitud, pues, complacido en mi humilde afabilidad, se doblegó y repuso:

—Viajarás conmigo al trasmundo, y cuando ha­yas concluido el viaje todo lo que deseas saber te será manifestado.

Hube de seguir sus instrucciones al pie de la le­tra: me dijo que cerrara los ojos y me dio un bebe­dizo de sabor agradable. Pronto caí en un sueño abi­sal, como el de las pesadillas, pero en la profundidad no había ningún monstruo, sino que se escuchaban armoniosos cantos de aves y rumores marinos tan melodiosos que parecían obra de sirenas en celo. Pude ver en lo hondo una luz que lo iluminaba todo y que purificaba en sus destellos hasta el último clamor de las sombras. Percibí que aquella luz y el silencio no eran sino una misma cosa. Y escuché lo que aquella voz fosforescente decía acerca de una enorme sala de diversiones en una ciudad lejana. Al parecer, allí dos jugadores, uno de traje blanco y otro de oscura vestimenta, se entregaban a una muy larga partida de naipes. Y repentinamente des­perté de aquel letargo, y me vi junto al sabio, a quien agradecí sus consejos y al que pedí un talis­mán que me permitiera mantener a raya al súcubo.




X

Salimos de la cabaña y el viento ondeaba en sus largos cabellos de derviche. Me incliné ante él, besé la orla de su vestido y partí con el espíritu, bajo su mirada bondadosa y cansada de contemplador de in­finitos sucesos. Y cuando se perdió en la distancia, el aparecido rompió en burlas a cuál más áspera.

Hubieron de transcurrir muchos años de ingrata búsqueda, en que mi alegría inicial fue decayendo hasta mudarse en escepticismo. Ya casi desesperaba de hallar a aquellos tahures en la ciudad del sueño, pues la vejez se enseñoreaba de mi encanecida ca­beza, entorpecía mis pensamientos, ablandando mi alma, y sólo aguardaba ya la muerte.

Fue entonces cuando un amanecer, en que mi pe­regrinaje tan sólo consistía en un rutinario inquirir en el horizonte la presencia de edificaciones, avisté una enorme concentración urbana en que las gentes se aglomeraban y bullían como abejas. Me interné en un conglomerado de razas humanas y de anima­les domésticos en libertad, enjaulados para su venta o volando. Crucé zocos y mezquitas, y al fin di con un cuchitril en el que dos viejos mugrientos y car­camales, vestidos con el típico caftán de la estepa rusa, jugaban a un extraño y hermoso juego.

Aquella noche, cuando se levantó la luna, yo mi­raba el espectáculo intentando descifrar lo que sig­nificaba. En el centro de la sala una gran mesa se constituía en sostén y apoyatura de un gran cas­tillo de naipes, y los viejos, de manos temblorosas, pero de gran pericia y maestría, iban colocando cada vez una carta más en la cima de aquella frágil y de­licada acumulación de antojos. El daimon sonreía a mi lado, sugiriéndome ocultas voluptuosidades que yo declinaba, y se iba deslizando hacia las sombras más apartadas de la estancia, que un leve candil no acertaba a disolver. Una gran lechuza se aposentaba en la tiniebla y él se entretenía en perseguirla, ju­gando con tanta despreocupación como un niño o un borracho.

—¿Podré con ésta?— se decía el hombre del tra­je blanco. Y colocaba el naipe con secreto sosiego, poniendo especial empeño en no hacer caer ninguno de los ya situados. Igual pensaba, posiblemente, en cada intento, su contrincante. Una singular simetría los oponía como el día a la noche. Y a cada tenta­tiva yo los observaba con detenimiento, sintiendo que mi tiempo se distendía y que parecían haber pasado años desde la última vez, a pesar de la ale­gre mirada de aquellos ojillos maliciosos y de la vi­varacha expresión de sus rostros...


XI

Fijando más mi atención pude ver en cada naipe un color diferente, y también que había estampada una imagen peculiar de un objeto, animal, paisaje o perspectiva, a veces visiones de ciudades o vistas del firmamento. Miré hacia abajo y percibí que el nú­mero de las cartas era infinito, que se continuaba por debajo del piso de la habitación hasta una dis­tancia que la mirada, envuelta en vértigo, no sabía distinguir. Un escalofrío recorrió toda mi espina dorsal cuando pude observar que las cosas figuradas en los naipes eran reales, y que, en cierto modo, es­taban animadas.

Y así, afinando mi oído y sobreponiéndome a mi estupor, escuchaba en la cercanía de una carta con un paisaje siciliano aparentemente impreso el rumor de las olas y el rugido de un volcán. Y pude también oír, junto a un naipe de imágenes japonesas, los sones melancólicos de los banjos entonando canciones ce­remoniales. Mi olfato despertó y aprecié olores de todos los lugares de la tierra, como el sándalo y la mirra, el áloe y el almizcle. En mi retina se forma­ron destellos y colores inusitados, como el matiz mágico e iridiscente del marfil a la luz de la luna.

Mi vista giraba y giraba atrapando un alucinato­rio caos de minucias, vértigos y sensaciones cósmicas. Comprendí entonces por qué las golondrinas de cola azul emigran a Egipto y no a Siria, y entendí con precisión por qué en Mongolia enterraban a las viu­das con sus maridos difuntos.

Mi visión se remontaba tan alto que alcanzaba a ver, al fin, en la lejanía del tiempo y del espacio, en la supresión de mis barreras intuitivas, lo abso­luto.

Sumido en este loco azar de los descubrimientos, no pude darme cuenta de que una serpiente se deslizaba en el interior de la habitación, amenazando con des­truir aquel sistema armónico e infinitamente frágil. Ni ver la sorpresa que produjo en el súcubo y en la lechuza. Los dos ancianos contendientes seguían co­locando sus naipes imperturbablemente, con todas las apariencias de seguir un orden preestablecido. Yo ha­bía pasado a formar parte de ellos en la medida en que su misma espera asombrada me embargaba, y seguía con extremo interés cada uno de sus movi­mientos.



XII

De repente escuché lastimeros gemidos, aullidos de fiera, carcajadas sardónicas y escaramuzas de ani­males en la noche. Al mirar en torno a mí capté mi propio miedo envolviéndome y tamizando los acon­tecimientos más triviales. Y la tierra parecía girar bajo mis pies, se turbaba mi cerebro y presentía al­gún mal acechando.

Comprendí, finalmente, que la lechuza y la ser­piente trataban mortal combate y el daimon aplau­día y se mofaba de ambos, como ya era su costumbre. Mientras los dos viejos de aire ausente y distraído se jugaban el destino de todo el universo, ellos pa­recían irse alborotando más y más, encrespando sus odios en la sangre, enturbiándose en obstinación y en ceguera hasta buscarse con saña asesina. Durante un instante casi milenario los dos enemigos se con­templaron atrapados en una furia secreta, agazapados en su deseo de muerte, más divididos en una lucha interna que en hostigamientos superficiales. Un se­gundo más y, sin atreverse a atacar, se manifestaban como inmersos en tensa fatiga, en expectante silen­cio, y se miraban fijamente a los ojos. El reptil si­seaba y la lechuza emitía sordos quejidos de bestia herida. El súcubo les hacia coro aullando como un chacal famélico. Sobre el lomo del ave manaba, trá­gicamente, la sangre. El joven daimon los observaba ahora en silencio, como fascinado por un conjuro, y daba grandes saltos en el aire.

Al sentir un chasquido puede ver a la serpiente abalanzarse sobre el pájaro nocturno, y comprendí la trascendencia de aquella lucha breve y decisoria. La montaña de cartas parecía contener sus murmullos, como un espectador más, mientras me parecía com­probar que a cada aletazo de la maltrecha lechuza o a cada acometida del ofidio ese trémulo tejido de los mundos simulaba derrumbarse de forma inminen­te ante mis ojos, y con él todos nosotros...

Al fin mi mirada se cruzó con la del daimon, fe­bril y lejana; éste aullaba como un epiléptico y me era muy difícil distinguir en la barahúnda de sus aullidos y carcajadas otra cosa que un sordo conten­to, no sólo por el alboroto de la pelea, sino porque los viejos, al escuchar tanto ruido, sintiéndose enar­decidos, se insultaban con vehemencia en aquella lengua inculta y zafia que por hablarse en regiones desérticas no se ha conservado en la memoria de los hombres.

No pasó mucho tiempo sin que se dejara oír un es­tertor agónico, y se vio caer al búho derrotado, presa ya de la muerte, y, en breve, botín y alimento del ofidio. Al punto, los viejos suspendieron el juego, y parecía que todas las cosas quedaban detenidas igual­mente, el atardecer quedaba fijado en su luz perma­nente y el alba azotaba los rostros con sus luces in­ciertas.


XIII

En la oscuridad observé como dos chiribitas, luego me resultó insólito el resplandor en los ojos del sú­cubo, y tomé conciencia de su inquina contra el reptil por haberle arrebatado para siempre a su com­pañero de juegos y haber cesado en el bélico espec­táculo que tanto le agradaba. Haciéndose con un al­fanje que encontró colgado en el muro se lanzó a perseguir a la serpiente por la inmensidad lunar de la estancia. Al sentir su afán de venganza y observar sus contorsiones inhábiles mi temor se consolidaba. Los dos jugadores habían proseguido su juego y parecía cercano el fin, pues la pirámide de naipes lle­gaba casi al techo. Se ayudaban ahora de unos an­damios, sobre los que se habían encaramado para proseguir. Y encerraban un sórdido desdén reciproco en sus rostros de momias salitrosas.

Mi mirada, por lo demás, se mantenía fija ahora en el cúmulo de naipes, esperando una catástrofe de un instante a otro.

—Ven, ayúdame a matarla, me murmuraba el dai­mon.

Y su belleza resplandecía en la tiniebla, incitándo­me a colaborar en su empresa y a poseerla, a pesar de mi resistencia a todo acto violento y de mi re­pugnancia por su carne ajada y hedionda.

Cuando tanto el espíritu como el reptil se acer­caban peligrosamente al montón de cartas mi cora­zón aceleraba sus latidos y mi respiración se volvía tan densa como la brisa del verano, difícil y entre­cortada.

Apenas me di cuenta de la gravedad del momento. Fue menos que un segundo y bastó. Ni siquiera me dio tiempo a reflexionar que las cosas importantes suceden en muy poco tiempo. La serpiente se enros­có alrededor de una de las tablas de aquel enorme andamio, cuando apenas se sostenían ya los cromá­ticos cartones, y ascendió silbando y emitiendo una baba viscosa.
Apenas lo hubo hecho, cuando rozó el primer nai­pe con que se encontró, sobre el que reposaba una buena parte de la inmensa mole aparencial de pa­pel. Toda la montaña se vino abajo. A lo lejos, en la noche, aullaron los lobos, presintiendo funestos sucesos, y las estrellas, por un momento, se apaga­ron. El daimon chilló como un niño travieso y los viejos cayeron de los andamios.


XIV

Si pudiera describir aquel cataclismo utilizaría pa­labras de cien letras, silencios augurales, signos tipográficos inéditos (¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿, por ejemplo), balbu­ceos de espectros, pues sólo a los dioses está permi­tido hablar de la muerte y del renacer del cosmos.

Sólo combinando evocaciones conjuntas de mare­motos, seísmos, ciudades sepultadas en lava y explo­siones estelares nos es factible imaginar la sucesión de las catástrofes. Las leyendas ancestrales de nues­tros antepasados hablan de desastres ciclópeos y diluvios más que torrenciales. Imaginad también la mezcla arbitraria de todos los seres, calidades, ma­teriales y tamaños, sin orden ni concierto bullendo en un magma informe; pensad en un elemento de tamaño colosal cayendo junto a un planeta como un aerolito biológico que sobrepasa toda figuración o hipótesis. Pensad también en el tumulto de unas or­quídeas macroscópicas estampándose como soles de belleza en la densa superficie de un mapa. Tonantes sonidos y fulgores acres como el alma del fuego. Y suponeos que al igual que la montaña de naipes el universo se derrumba. Basta imaginarlo sólo por un instante para empezar a temblar.

Mientras yo percibía el suceso indescriptible, el daimon de cabellos rojos y sonrisa burlona trataba de huir, pero lo sujeté por las muñecas y le dije:

—Ahora comprendo qué grave error he cometido, aunque demasiado tarde (pues esperaba ver desplomarse sobre mi cabeza algún fragmento de universo de un momento a otro).

Y, mientras fingía escucharme, él sólo quería reír, lanzar protervas carcajadas con mayor fuerza cada vez, como un orate. Con aire zalamero acercaba su cara al montón de naipes, recogiendo alguna para volver a tirarla, mientras el resto iba cayendo en cas­cada caótica de incontenibles catástrofes. Pero no era aún tiempo de palinodias y lamentos, y opté por exa­minar detenidamente aquella derrota sucesiva, incon­mensurable, en la que todos los seres, vivos o iner­tes, teníamos nuestra parte.


XV

Fue así como se me ocurrió la idea de conservar una de las cartas, elegida al azar, de cazarla al vuelo mientras la monumental lotería se deshacía en lo uni­dimensional. Fue más bien una exacta coincidencia. Y en ese naipe de augurio había un nombre y un símbolo: una serpiente que se muerde la cola, con una palabra debajo, OUROBOROS. Y cuando todo hubo acabado y me convencí de que mi vida no pe­ligraba, distinguí los cadáveres de los dos viejos, caídos desde los descomunales andamios, junto a la acumulación caprichosa de naipes, que había cesado de desmoronarse a la altura del suelo. La serpiente había desaparecido, reptando sobre las frías losetas, para ir a perderse en la noche, que acoge a todas las serpientes. El cielo seguía en su sitio, si exceptuamos alguna que otra estrella fugaz. Los astros habían vuelto a brillar, con idéntica fuerza, si no con un fuego más inquieto aún, como partícipes de otro nuevo secreto. Y el daimon parecía cansado y me­lancólico, como una adolescente que ha concluido las tareas domésticas. Los naipes, derrengados y espar­cidos caprichosamente, guardaban gran similitud con las hojas secas de un árbol, pero de un árbol de irrealidad, de naturaleza pitagórica o cabalística. Y ahora sí que eran asépticas y frías sus imágenes, como las que aparecen en los libros, impresas en colores mortecinos que van cediendo con el paso de los años a una pátina de tristeza y de polvo. Toda su expresión de vida había desaparecido.

Despedí al súcubo deseándole una feliz eternidad y lancé a un estanque de agua nítida y perfumada el talismán que me alcanzaba todo dominio sobre él. Siendo ahora otra persona, alguien por encima del bien y del mal, no me restaba otro oficio que dedi­carme a la meditación y convertirme en un lama.

Y me encaminé a un monasterio de las montañas, desde donde he escrito este relato. Nada quiero de­cir sobre estos mis últimos años. Sobre mi memoria quedará siempre, conjetural, pero definitivo, el peso de los hechos. Y el naipe simbólico en el que esta­ban concentradas todas las leyes y normas de los ci­clos que rigen lo absoluto es ahora objeto de culto. Encerrado en siete cajas de oro (y éstas en una ar­queta de bronce) aparece como la encarnación del orden cósmico en nuestra tierra.

Viajero del tiempo y de las infinitas geografías, si este manuscrito llega hasta ti, no lo destruyas, en­trégalo a los sabios para que lo analicen y den fe de su enigma. Paz a todos los vivientes.

© Juan Francisco Cañones Castelló (Del libro "El viajero y otros relatos")

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[1] SUCUBO: se refiere al diablo que toma posesión de un cuerpo, según las leyendas medievales, particularmen­te a un diablo femenino.

[2] EL OUROBOROS, símbolo principal que motiva todo el relato. Por su forma circular es el símbolo de todo lo cíclico, lo que se repite periódicamente. Por extensión simboliza al universo, también por ser redondo, como se dice también del cosmos. Coincide con simbologías orienta­les, como el Yin y el Yang, etc. Tiene la forma de una serpiente que se devora a sí misma; la misma vida se consume viviendo. Es un símbolo muy complejo que muestra distintos significados según los distintos contextos.

[3] Daimon: si bien el término es griego y evoca el espíritu que guiaba a Sócrates, su genio particular, aquí no tiene otro sentido que el de ser sinónimo de “aparecido”, es decir, espíritu de un muerto que retorna del más allá, y de “espíritu” a secas. Tiene su equivalente cristiano en demonio, aunque con unas connotaciones malignas de que carecía en griego.

[4] BOTELLA DE SELLO SALÓMÓNICO: hace refe­rencia a las botellas en que se encerraba a los DJINN o genios de las mil y una noches (alusión a tradiciones comu­nes a árabes y hebreos: Salomón era considerado el jefe de los genios, y su sello bastaba para encerrar durante siglos y siglos a uno de aquellos espíritus en un recipiente de cristal).

[5] Evidentemente, el aparecido hablaba, si bien sus pa­labras no parecían ser tales, sino silencio. El tono contra­dictorio y paradójico refuerza el contenido esotérico sub- yacente.

[6] Allí donde los jabalíes y el rechinar de dientes: la segunda parte de la frase alude a «allí será el llanto y el rechinar de dientes», expresión muy corriente en la Biblia y que sirve para designar la «gehenna» o infierno hebreo, lugar de desolación que no equivale exactamente a nuestro infierno cristiano, ardiente y poblado de diablos.

[7] Alusión a las leyendas de fantasmas que son aman­tes frustrados, como es el caso de la historia que aparece en «El amor brujo», de Falla.

[8] Estos animales se alimentan de carroña e indican la muerte material, la del cuerpo, primer umbral en la escala de las muertes.

[9] La preocupación por el destino es una constante en el cuento. Se trata el tema del entrecruzamiento del destino individual con el del universo. Esta temática tan abstracta es resuelta mediante una alegoría, es decir, un conjunto de símbolos cuyas significaciones tienden a entrecruzarse, a converger en un significado común que enriquece a todo el conjunto.

[10] La sombra y el alma aparecen como idénticas en distintas culturas y tradiciones. La sombra, como el alma, acompaña siempre al cuerpo.

[11] Se alude al «edelweiss», flor de difícil búsqueda, por crecer casi junto a las nieves de las montañas.

[12] El justo, el sabio, el filósofo, el vidente, son todos sinónimos del asceta, arquetipo de hombre retirado del mundo y que, cultivando su yo interior, se entrega a la decantación de su sabiduría meditativa.

[13] Inmutable es uno de los nombres de la divinidad, como también «lo absoluto», etc.

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sábado, 20 de diciembre de 2008

MONÓLOGO DEL ARTISTA




- Sería un imbécil y un mentiroso si negara que desde siempre he amado la belleza. Miento, no es que haya amado sin más lo bello sino que he sentido una furibunda pasión por la belleza como criatura viva, como amante, como abismo devorador y cielo exultante. Casi no vivo para otra cosa. No sé si se nace artista, pero puedo deciros que me enamoré de las palabras de un viejo libro de cuentos encuadernado a la antigua usanza, con lomos de piel y cantos dorados, ¡oh, la artesanía seductora del libro antiguo!, y destinado al uso personal de uno de mis tíos maternos. Pero aquel libro, que exhibía hermosas ilustraciones, me lo escondieron. Tenía yo cinco años y desde entonces estoy sediento de libros, tanto como ahíto de decepciones. Sí, allí, entre otros, aparecía el relato de El traje nuevo del emperador, aquel cuento de Andersen. Esa notable explicación del papanatismo y de la estulticia crédula de las masas, conducidas por los demagogos a comulgar con ruedas de molino era para mí la demostración palpable de la degeneración progresiva de la especie humana hasta alcanzar nuevas épocas de barbarie. Tanto refinamiento en los países ricos acaba por crear rebaños de sumisos ciudadanos que sólo piensan en disfrutar del mayor tiempo libre que les sea concedido en un determinado nivel de renta. Bien conozco mi función: el artista no sólo debe crear belleza sino además –y sobre todo- hacer tomar conciencia de la fealdad presente en el mundo a los que le rodean (y con la pretensión de hacer llegar el mensaje, si no a toda la humanidad, lo que sería pretencioso, sí al menos a un círculo amplio de mentes pensantes). Porque es un hecho que hoy día las personas de nuestra civilización rehuyen temas trascendentes como el de la muerte y si ven basura debajo de su ventana en vez de recogerla cierran la ventana y miran para otro lado.

Con un arte que pone su énfasis sólo en el compromiso se hace mala literatura, pero el compromiso también es necesario. Y el arte creo que no debe ser servil y sumiso al poder establecido, debe ejercer una sana función de crítica al sistema para cambiarlo. Caminemos, pues, de la mano de la belleza pero sin dar la espalda a las injusticias y a los problemas del hombre contemporáneo. Nada de hacer pajaritas de papel ni de echárselas de genio o de “enfant terrible”. Llamemos la atención por la belleza de la obra, no hace falta nada más. Ese es suficiente señuelo. Cualquier otro reclamo sería espurio y bastardo. Ya sé que para ser artista no es suficiente con tener migrañas ni con presumir de individualidad bien diferenciada. Cultivaré un estilo propio y buscaré la originalidad, pero sabiendo siempre que es sólo un medio y no un fin para lograr la justicia en esta tierra donde los hombres atropellan a sus hermanos los hombres.

Estoy enamorado de la vida, creo que en eso consiste el arte, en sentir arrebatadora pasión por la vida, y evitaré los escollos del narcisismo y del egocentrismo, esos falaces cantos de sirena que nos apartan de nuestro camino. Para ser un artista verdadero debe uno enfrentarse a la necesidad de convertir el agua de la rutina en el vino de lo extraordinario, y no es menor milagro este en un mundo en que todo se torna prosaico por la acción de las multinacionales y el vértigo del consumo masivo de todo tipo de productos. Soy artista porque no comulgo con los tópicos y estereotipos del rebaño humano, lo soy porque respiro un aire distinto, el aire de las cumbres, la atmósfera cristalina del ideal. Porque, ¿puede existir un artista sin ideal? ¿Sin pretender atrapar la belleza entre sus manos como Bécquer intentaba atrapar el rayo de luna? Hermanos, la belleza se escurre entre los dedos como el agua en un cesto de mimbre. No hay labor más difícil, no he encontrado tarea más sobrehumana que ésta. Desengañaos. Si Van Gogh muere en plena madurez lo hace aplastado por lo descomunal de su tarea. Crear arte sin ser absorbido por las necesidades comunes de la tribu es tarea titánica por no decir imposible. El rebaño entiende el arte como algo inútil, y es verdad, o al menos desde el punto de vista de los que miran la realidad desde su pequeño campanario. No, el arte no se atiene a criterios rastreros de utilidad. Pero que sea inútil no significa que carezca de sentido y que de un modo u otro confiera sentido. El arte nos abre la puerta a las verdaderas dimensiones del hombre, nos descubre los paraísos perdidos. Nos hace soñar con lo absoluto y levanta el velo que oculta el misterio de lo real. ¿No hay suficientes razones entonces para ser artista? Las hay, aunque a veces doblegado por el peso de las obligaciones cotidianas lo olvide. No puedo abdicar de esta realeza, no debo hacerlo. Como un rey antiguo me alzaré siempre para señalar el camino.
© Juan Francisco Cañones Castelló