(Relato alegórico)
«Cuando llegue el crepúsculo de los dioses la serpiente devorará la tierra y el lobo el sol.»
J.L. BORGES
I
Durante muchos meses dormitaba flotando en la marea de los días sobre una delgada y uniforme capa de tedio. Raras veces salía de mi letargo, si no era para lamentarme de mi suerte o bostezar. Cuando en alguna de estas taras ocasiones levantaba al fin la mirada hacia un cielo poblado de estrellas, la constelación del Dragón me guiñaba maliciosamente en cada una de sus puntuales vértebras, como invitándome a mayores empresas que aborrecerme a mí mismo. Peto cuando decidía alejarme del marco de mis desdichas caseras, mis deseos salían de lo hondo y sobrenadaban hacia la cloaca en que pululan los abúlicos sueños de muerte, hasta que la indecisión me anegaba enteramente.
Poco a poco fui domesticando mi pereza, reabsorbiendo aquella languidez pueril en esperanza. Era entonces justamente el tiempo en que ya no perdía mis sueños en contemplar estrellas, sino que preparaba el viaje.
II
Cuando todo parecía dispuesto para iniciar la navegación hacia los confines de aquel mar de silencio en que se había mudado pata mí el mundo exterior, mi cuerpo se asemejaba a un fardo, y era tan inerte -a causa de mi tristeza inmemorial- que apenas podía moverlo. Entonces sonreí, y, auxiliándome de los difuminados recuerdos de una infancia demasiado remota, me lancé a la persecución de mi meta sin conocer o decidir de antemano qué ruta tomaría ni qué equipaje podría resultarme a ciencia cierta más liviano a la larga. Me decía, en mi fuero interno: «Seguro que daré con el camino, y ya nada habrá de preocuparme, o bien algún alma bondadosa se complacerá en ayudarme a orientar mis pasos.
Avanzaba durante todo el día, sin detenerme, hasta que ya los pies no me sostenían. Entonces me acomodaba bajo una higuera y tomaba el parvo alimento que renovaba mis fuerzas. Así, solazándome en estos instantes en que hacía esporádicas concesiones al cansancio, pude recorrer el país en que habitan los hombres-sin-corazón, tierra seca y desheredada, más parecida a un enorme desierto que a otra cosa, y atravesar la selva de los descabezados, regada con un abundante llanto que les brotaba del ombligo, y en donde ningún árbol daba frutos. Caminaba devorando mundo a lo largo y a lo ancho, dejaba la tierra y cruzaba el mar, pero el ingente globo no contenía milagros ni misterios, sólo hombres agotados por el trabajo y mujeres que cosían a la luz de una vela.
Eran sus aldeas húmedas concentraciones de chozas, y cada una de aquellas macilentas cabañas yacía separada de las otras como un leproso que se nutriera de inmovilidad y de miseria. Sus rostros agobiados resplandecían cuando las hogueras les aliviaban del frío y sus ojos eran como breves lunas gemelas que presagiaban inviernos. La vegetación del hastío se enroscaba en sus cabellos y formaba lechos de heno turbio sobre los que la desesperación retozaba con la barbarie.
Me cegaban el asombro y la tristeza y extendía mi mano para saludar con prisa a los esclavos.
Partía al fin, arropado en los benévolos oráculos de los dioses locales. Y cuando acabé de enfrentarme con la realidad de los hombres y el corazón se me hubo agrietado, me despojé del lastre inútil de la desesperación, aunque mi inercia no amainara.
III
En aquel día de oscuro amanecer, cuya historia se pierde en el tiempo, emprendí la captura de un aparecido. El absoluto tenía a los de su clase tan estrechamente asidos que no los dejaba deslizarse, y al comprobar lo irremisible de sus destinos se debatían en invisibles cadenas como el condenado que espera en vano el cumplimiento de la sentencia.
Pues la eternidad les era demasiado lejana e inaccesible, y la creían poblada de alimañas astrales y lobos etéreos.
Cuando un poniente tan oscuro como el alba hacía estragos en el horizonte y la languidez de todos los seres afluía mansamente hacia la noche, logré atrapar a uno de aquellos espíritus burlones y le dije:
-Súcubo
[1], desvélame la ruta de la serpiente que se muerde la cola
[2], para que mi incredulidad, inmersa en luminosa visión, se desvanezca, y esta marea de desdén hacia hombres y cosas ceda.
Pero el joven espíritu se negaba a hablarme y hube de amenazarlo con estas palabras:
-No te soltaré sino a cambio de que prometas ir ante mí señalándome la dirección en que habrá de soplar el espíritu del fuego.
El daimon
[3] hizo la promesa y juró en nombre
del viento polar, y de todos sus antecedentes y consecuentes, hasta que lo solté y se sumergió en la niebla.
IV
Cada noche observaba las constelaciones, esperando un signo en el firmamento para partir y encontrarme con el espíritu en los pantanos, y las estrellas cantaban en la incertidumbre un himno silencioso a lo remoto. A mi alrededor una calma bochornosa me agobiaba, mientras los mundos, alimentados en la inquietud de lo eterno, describían círculos en la inmensidad.
Encontré al súcubo en el repentino frío del cierzo, y me habló de los albinos, que habitaban la Antártida, y de la escarcha que se posa en las rosas de Bagdad; me habló también de los abismos que albergaban las almas de los errabundos; y me descubrió los interminables secretos arrebatados a los sabios de larga y apacible barba.
Mientras me hablaba me envolvieron las tinieblas, huyeron de mi vera los pájaros y me atrajeron sus risas terribles tormentas de granizo. Cuando su boca se colmaba de palabras sin sentido, el espíritu se esfumaba en la distancia y la soledad esclarecía mis tinieblas interiores.
Fue así como me fui acostumbrando a aquel lenguaje sin palabras y cuya envoltura no era otra que el desolado silencio. A menudo lo llamaba y le rogaba, pero él no aparecía sino en contadas ocasiones, para hacerme ver que no era su dueño, y cuando trataba de asirlo de nuevo y encerrarlo en alguna botella de sello salomónico
[4], él se aplanaba hasta asimilarse en su forma a la sinuosa línea que limita los estanques; no volvía a verlo aquel día, y cada vez me intrigaban más sus palabras
[5].
Tan misteriosa era su cháchara que postergaba mi melancolía en olvido, y caía en un sopor catártico al que seguía una mayor lucidez en el despertar.
V
Con sus manos de viento el aparecido trenzaba las leyendas y componía cristalinos y aromáticos sudarios a las utopías ya caducas, pero yo me impacientaba y no atendía a sus filigranas. Tanto me acostumbré a la ociosidad que mi arco permanecía tendido junto a mí y mi morral estaba vacío, por lo que sin cesar le exigía exquisitas viandas. Boquiabierto y amodorrado, permanecía recostado en mi refugio escuchando sus infantiles patrañas, hasta que las brumas marinas me cercaban y las estrellas me inducían al sueño con su hipnótico parpadeo.
Lo conjuré una noche y le dije:
-Espíritu, sírveme de guía hacia el lugar donde se encuentra la serpiente que se cierra en círculo, pues estimo que ha llegado para mí el instante en que debo conocer el arcano que da forma al universo.
Pero él movió desdeñoso la cabeza y se quejaba. No entendía ya sus lamentos, articulados en una melodía de hojas secas, de silbidos de cobras y tambores sagrados. Su indiferencia me hería, y llegué a preguntarme con frecuencia cuál habría de ser mi destino a merced de aquel duende veleidoso que me asediaba y tentaba en secreto para esclavizarme y devorar mi alma. «¿De qué me sirve este daimon ¾pensaba¾, pues no quiere facilitarme la partida? Lo echaré lejos de mí, allá donde los jabalís y el rechinar de dientes
[6], y buscaré otro espíritu más dócil que lo sustituya.
Un grito de odio se escapó involuntariamente de mis labios, un gemido inhumano que disolvió definitivamente todo influjo adquirido sobre mí a fuerza de hacerse indispensable -hasta ese punto son sensibles estos seres al odio (pues ansiosos por siempre de amor, permanecen eternamente a la espera de un amante)
[7].
Apareciendo una vez más, entre salvajes carcaja-
das, se alejó en la niebla. Debió de doblegar su orgullo, pues en el alba me despertó a sobresaltos, exclamando con alegría que todo estaba dispuesto; pero yo quise afianzar mi poder sobre él y le apunté:
-Te alejaré de mi presencia y serás sólo un re-cuerdo si vuelves a mostrarte remiso a mis órdenes, y todo aquello que cantas no tendrá ya arraigo en ningún alma terrena (pues sabía cuánto gustaba de recitarme sus mitos en el plenilunio). En lo sucesivo cumplirás de inmediato mis mandatos si no quieres que nos separemos para siempre.
Y el súcubo (que aparecía a mis ojos como una desvergonzada doncella ávida de placeres carnales) rió y escondió su rostro lunar entre las manos. Lentamente se sumergía en lo profundo, cantando ante mí con coquetería para mostrarme la ruta.
Cuando me detuve a descansar, le hablé en estos términos:
—Daimon, ¡revélame el significado de mi alma y el destino que le aguarda!
-Tu alma no tiene significado alguno, es como una palabra jamás pronunciada de un poema inexistente. En lo eterno, sólo el silencio cuenta. Tu signo es carecer de alma. Y habrás de encontrar un alma si deseas pervivir más allá de las hienas y los cuervos
[8]-me respondió hostil.
Esta respuesta me fulminó, y decidí consultar a un hechicero para aliviarme del peso de los enigmas y dejar al descubierto ciertos pormenores inquietantes.
VI
Al día siguiente, muy de mañana, me encaminé con ansiedad a la profunda cueva del brujo que interpelaba a los astros y conocía los horóscopos de cada hombre, los designios de la naturaleza y aquellos presentimientos de Dios que siendo sólo sueños son, sin embargo, más reales que los seres del presente; el mago, una vez me hubo saludado impasible, me contempló con prolija arrogancia y me hizo prosternarme ante el ídolo. Tras haber participado oscura y superficialmente en sus ritos y haberme coloreado la piel del rostro con desconocidos pigmentos, ingerí las libaciones de un licor muy fuerte y amargo. Empezaba a dudar de la virtud de aquella pócima cuando, al fin, se dignó hablarme:
-¿Por qué vienes a mí, tú que careces de alma? Si quieres iniciarte en los misterios, debes encontrar previamente tu esencia, pues en verdad que los cadáveres no pueden ser admitidos en ningún convite y menos en la presencia de la divinidad. Necio —decía golpeándose el pecho y afectando enfado— vuelve al lugar de donde has venido y anuda el hilo de tu destino
[9]. Así podrás recuperar tu alma, que por tu negligencia se desvaneció en el éter.
Y me despidió en silencio, no sin antes precaver-
se contra mis bajos influjos con fórmulas mágicas y abominables maldiciones.
Una vez que hube concebido mi precaria situación de desalmado, decidí volver a mi lugar de nacimiento para recobrar mi sombra
[10]. ¡Malditos los brujos y todos los de su especie, cuando con sus fatuas ceremonias y sus palabras henchidas de vanidad muestran al hombre con excesiva evidencia los signos y los días!
Los he oído mendigar en la noche un pájaro al absoluto y nada ha sucedido. Por eso es por lo que se han vuelto duros e insensibles a las súplicas de los hombres y apacientan su avaricia. Me han cuchicheado al oído las historias de sus misteriosas prohibiciones y me han tentado con pecados e inmundicias dos veces milenarios, con nombres de dioses crueles, fatídicos y despectivos.
VII
Cuando reposé en mi lugar de origen y me hice con mi alma, la genuina, la que destellaba mi propia y personal verdad, empecé a caminar despacio, con la cabeza baja, como quien se avergüenza de conocer un secreto harto añejo —y ahora evidente— que le desgarra el ser. Se purificó mi memoria, y recordé mis llantos de niño y mis locuras de adolescente.
Transcurrieron algunos meses, y la fiebre de conocer, que nunca me abandonaba, volvió a encender en mí el rescoldo de mis antiguas inquietudes. Hablé con el súcubo y le dije:
-Hermosa, nada hay que me aparte ya del sendero de la verdad. Y tú has de cumplir tu promesa.
Y lo conminaba a obedecerme y a aprestarse a partir con palabras tan fuertes que arrancaba débiles lamentos de sus labios de mujer. Y al final siempre acababa riendo el espíritu y lo hacía tan torva e insidiosamente que parecía una buscona mientras farfullaba palabras oscuras que apenas lograba comprender. Intentaba pactar conmigo la muy ladina para que la liberara de su compromiso, alegando que en la cima del conocimiento habita la muerte y que no estaba dispuesta a ser aniquilada por entero en manos del cancerbero de las certezas, la espantable bestezuela que los ancianos sabios ven aparecer en sus pesadillas y que, apostada en el umbral de los subterráneos del corazón, veda la entrada a la percepción ulterior.
Como su ligereza de palabras me resultaba enojosa, opté por callarme hasta que enmudeció. Y aproveché la tregua para comunicar de manera clara y tajante a aquella Lilith fantasmal que jamás sería libre del juramento que la unía a mí, y que debía, en consecuencia, acatar mis deseos sin discutirlos.
Pude sosegarme cuando la contemplé al fin sumisa a mis pies, lamiendo mis abarcas como humilde perro. Por un instante olvidé sus trampas y astucias y sentí compasión de aquella criatura degradada. Me sorprendí pensando que alguna vez había sido una mujer y bajé a la orilla del mar a reflexionar sobre lo que el futuro me reservaba.
VIII
A mediodía inicié mi ruta, escuchando el canto del daimon, que me precedía en mi aventura. Y decidí ir lo más rápido que me permitieran mis fuerzas al encuentro de un asceta de gran renombre, del que se decía que había alcanzado las siete virtudes y el éxtasis en la contemplación de lo que es perfecto, genuino y auténtico. Tanta era la urgencia en hacerme con el misterio que despeja todas las ansias y transmuta el alma en una ola de bienaventuranza, lanzada sin obstáculos al infinito. Y el espíritu era como una nube de polvo rojizo que hacía madurar antes de tiempo los frutos, secaba los arroyos, salaba los pozos y sofocaba en el barro a los que intentaban asaltarme.
Como sentía angustia dentro de mí, a causa de lo lejana que se hallaba la verdad, enfermé de fiebres y hube de suplicar al súcubo que con sus ágiles pies de bayadera buscara alguna hierba con la que expulsar de mí aquel fuego maligno.
Ella se estremecía y cantaba, dejando caer sobre mis hombros su roja cabellera. Y mientras yo me recostaba en una gruta a esperar su favor, sin dejar de cantar iba subiendo la pendiente de una colina cercana y se inclinaba a arrancar la flor que crece entre las nieves
[11].
Preparó una infusión a escondidas, lo que me hizo temer que quisiera drogarme para que la liberara de mi yugo. Pero mi debilidad era tan grande que bebí, sin más, aquella tisana de composición desconocida. Cuando la luna llena apareció en todo su apogeo y el viento sopló con fuerza, dándome en el rostro más como un azote que como una caricia, me explicó que la misteriosa bebida mitigaba ardores y fiebres de otoño, y hubieron de pasar semanas todavía antes de que recuperara todo mi vigor.
Durante mi convalecencia el daimon me cuidaba y me traía alimento. Bailaba con sutil gracia aires folclóricos de alguna zona del Kurdistán, y tocaba para mí dulces canciones, que había aprendido de los campesinos en fiesta. Y así podía imaginar, gracias a ella, la proximidad de la verdad, soñar con la cercanía de la primavera, que en mi corazón eran una misma cosa. Mas no la amaba, pues conocía sus añagazas y su deseo de sangre. Lentamente acabé de sanar y reanudé mi largo camino.
IX
He olvidado la cifra de mis viajes, el tiempo ha devorado perspectivas, panoramas, paisajes, flores y canciones de los lugares más recónditos. Sólo sé que atravesé tempestades, subí en frágiles navíos y en leves barcas que se deslizaban como una corteza de nogal sobre un arroyo turbulento; recorrí dilatadas playas mientras el mar cantaba por boca del daimon una melodía salvaje como el vuelo de una gaviota. Y un día arribé a la tierra donde moraba el justo
[12], ignota y yerma región donde la voz del hombre era agradable de oír y la compañía alcanzaba el valor del oro.
En aquel emporio de soledad eremítica había, sin embargo, difíciles e intrincados valles entre montañas desnudas. Y era allí justamente donde vivía el filósofo, consagrado a sus solitarias meditaciones...
Cuando llegué a la choza del Vidente, éste, sentado en el suelo en la postura del loto, salmodiaba en un lenguaje arcaico y extranjero lo que parecían ser plegarias al Inmutable
[13]. Nadie sino aquel ermitaño sabia de las propiedades, excelencias y atributos del invisible señor. Ninguno era capaz, en su presencia, de vislumbrar lo inefable, pues su grave dignidad arrebataba a todos la palabra de los labios y los sumía en una silenciosa reverencia.
Dije al súcubo que permaneciera en el exterior de la cabaña, para no incomodar al justo (pues los sabios consideran impuros a los espíritus de los aparecidos por no haber retornado al seno de Dios y tanto más a los súcubos, que les tientan a la lujuria). Y el espíritu me obedecía como un perro fiel, en tanto sus purpúreas mejillas perdían al punto su color y la estrella de su frente vacilaba en su lechosa blancura. Observarlo entonces era casi una injuria para él, y yo apartaba mi vista de su indigencia.
Ser de inmovilidad y de majestad, albergando en su interior las mayores potencias, aquel sabio tenía en su mano la posibilidad de mudar los planetas en ceniza y la de suscitar las mareas y las plagas. Para no intentar equipararme a su callada grandeza yo no quitaba la mirada del suelo.
Por un tiempo permanecí mudo hasta que, notando sobre mí la fuerza de su mirada sabia y comprensiva, me decidí a hablarle y le expuse brevemente cuál era el objeto de mi viaje:
—Mis aspiraciones son, quizá, una herejía, pero me es preciso llegar a descubrir la ley que rige el universo, contemplar la serpiente que se muerde la cola. Como hombre, tengo derecho a acceder a los más recónditos misterios, pues a los humanos la divinidad nada nos ha negado, si no es rebelamos contra ella.
El justo se indignó al escuchar mis palabras, y, lleno de una santa ira, profirió espantosas abominaciones contra mí, solicitó la clemencia del Inmutable, a quien afirmaba que yo había ofendido. Quizá en algún lugar de su mente se conciliaban mi desmedida ambición de saber y la omnipotencia de su pureza clarividente. Por un momento pensé que iba a expulsarme de su presencia, pero luego su temblor y su palidez cesaron y escondió la cara en la venerable túnica azafranada como un niño al que ha vencido el sueño (puede que en ese instante observara el rostro terrible del Inmutable). Lo cierto es que me habló pacíficamente.
-Tu deseo no es cosa de poca monta y casi me parece una burla que has tramado contra mí y contra Aquél a quien yo represento. Seguramente habrás llegado a pensar que en nombre de esos derechos que alegas todo está permitido, despoblar de seres vivos las tierras y los mares, experimentar con los propios hombres y forzar una verdad de los agonizantes. Joven, has de saber que aquello a lo que aspiras es casi imposible, y sólo sucederá en la devastación sin nombre, en el desarraigo del ser y el último canto del cisne.
Y mientras escuchaba las palabras del sabio podía percibir afuera las risas estrepitosas del súcubo, entregado a una orgía de estridencias, a la música del abismo. Me sentí desgarrado entre dos absolutos, la sabiduría bondadosa del justo y la malignidad irreprimible del daimon y pensé que mi corazón no pertenecía por entero a ninguno de aquellos dos universos.
Mentalmente recriminé a aquel ser de pesadilla que desde el exterior turbaba nuestra paz:
-¡Oh, tú, la que tienes por espada la risa y por veneno la sonrisa, calla! No sea que enfurezcas al sabio y nos expulse a los dos de este lugar sagrado.
Finalmente, el sabio murmuró casi en silencio:
-Joven, es terrible cosa la que pides; puedo hacer caer las estrellas de los cielos y trocar en verano el invierno, pero me está vedado mostrarte el cielo de la verdad y su único astro. Incurriría en la cólera del Inmutable si lo hiciera, y ambos sufriríamos las consecuencias: seríamos aniquilados en el fuego de los presentimientos, las profecías horadarían nuestra mente hasta enloquecernos, y al final una muerte eterna se haría cargo de nuestros despojos.
Pero como yo no estaba dispuesto a desperdiciar aquella oportunidad única, le sugerí con diplomacia:
-Entonces, si esto no te está permitido, muéstrame a alguien que pueda hacerlo o el procedimiento que he de seguir para encontrarlo.
Porque, como un alquimista ingenuo, pensaba que se trataba de alcanzar una compleja fórmula, de composición e ingredientes ignorados. Algo debió de ver en mi actitud, pues, complacido en mi humilde afabilidad, se doblegó y repuso:
—Viajarás conmigo al trasmundo, y cuando hayas concluido el viaje todo lo que deseas saber te será manifestado.
Hube de seguir sus instrucciones al pie de la letra: me dijo que cerrara los ojos y me dio un bebedizo de sabor agradable. Pronto caí en un sueño abisal, como el de las pesadillas, pero en la profundidad no había ningún monstruo, sino que se escuchaban armoniosos cantos de aves y rumores marinos tan melodiosos que parecían obra de sirenas en celo. Pude ver en lo hondo una luz que lo iluminaba todo y que purificaba en sus destellos hasta el último clamor de las sombras. Percibí que aquella luz y el silencio no eran sino una misma cosa. Y escuché lo que aquella voz fosforescente decía acerca de una enorme sala de diversiones en una ciudad lejana. Al parecer, allí dos jugadores, uno de traje blanco y otro de oscura vestimenta, se entregaban a una muy larga partida de naipes. Y repentinamente desperté de aquel letargo, y me vi junto al sabio, a quien agradecí sus consejos y al que pedí un talismán que me permitiera mantener a raya al súcubo.
X
Salimos de la cabaña y el viento ondeaba en sus largos cabellos de derviche. Me incliné ante él, besé la orla de su vestido y partí con el espíritu, bajo su mirada bondadosa y cansada de contemplador de infinitos sucesos. Y cuando se perdió en la distancia, el aparecido rompió en burlas a cuál más áspera.
Hubieron de transcurrir muchos años de ingrata búsqueda, en que mi alegría inicial fue decayendo hasta mudarse en escepticismo. Ya casi desesperaba de hallar a aquellos tahures en la ciudad del sueño, pues la vejez se enseñoreaba de mi encanecida cabeza, entorpecía mis pensamientos, ablandando mi alma, y sólo aguardaba ya la muerte.
Fue entonces cuando un amanecer, en que mi peregrinaje tan sólo consistía en un rutinario inquirir en el horizonte la presencia de edificaciones, avisté una enorme concentración urbana en que las gentes se aglomeraban y bullían como abejas. Me interné en un conglomerado de razas humanas y de animales domésticos en libertad, enjaulados para su venta o volando. Crucé zocos y mezquitas, y al fin di con un cuchitril en el que dos viejos mugrientos y carcamales, vestidos con el típico caftán de la estepa rusa, jugaban a un extraño y hermoso juego.
Aquella noche, cuando se levantó la luna, yo miraba el espectáculo intentando descifrar lo que significaba. En el centro de la sala una gran mesa se constituía en sostén y apoyatura de un gran castillo de naipes, y los viejos, de manos temblorosas, pero de gran pericia y maestría, iban colocando cada vez una carta más en la cima de aquella frágil y delicada acumulación de antojos. El daimon sonreía a mi lado, sugiriéndome ocultas voluptuosidades que yo declinaba, y se iba deslizando hacia las sombras más apartadas de la estancia, que un leve candil no acertaba a disolver. Una gran lechuza se aposentaba en la tiniebla y él se entretenía en perseguirla, jugando con tanta despreocupación como un niño o un borracho.
—¿Podré con ésta?— se decía el hombre del traje blanco. Y colocaba el naipe con secreto sosiego, poniendo especial empeño en no hacer caer ninguno de los ya situados. Igual pensaba, posiblemente, en cada intento, su contrincante. Una singular simetría los oponía como el día a la noche. Y a cada tentativa yo los observaba con detenimiento, sintiendo que mi tiempo se distendía y que parecían haber pasado años desde la última vez, a pesar de la alegre mirada de aquellos ojillos maliciosos y de la vivaracha expresión de sus rostros...
XI
Fijando más mi atención pude ver en cada naipe un color diferente, y también que había estampada una imagen peculiar de un objeto, animal, paisaje o perspectiva, a veces visiones de ciudades o vistas del firmamento. Miré hacia abajo y percibí que el número de las cartas era infinito, que se continuaba por debajo del piso de la habitación hasta una distancia que la mirada, envuelta en vértigo, no sabía distinguir. Un escalofrío recorrió toda mi espina dorsal cuando pude observar que las cosas figuradas en los naipes eran reales, y que, en cierto modo, estaban animadas.
Y así, afinando mi oído y sobreponiéndome a mi estupor, escuchaba en la cercanía de una carta con un paisaje siciliano aparentemente impreso el rumor de las olas y el rugido de un volcán. Y pude también oír, junto a un naipe de imágenes japonesas, los sones melancólicos de los banjos entonando canciones ceremoniales. Mi olfato despertó y aprecié olores de todos los lugares de la tierra, como el sándalo y la mirra, el áloe y el almizcle. En mi retina se formaron destellos y colores inusitados, como el matiz mágico e iridiscente del marfil a la luz de la luna.
Mi vista giraba y giraba atrapando un alucinatorio caos de minucias, vértigos y sensaciones cósmicas. Comprendí entonces por qué las golondrinas de cola azul emigran a Egipto y no a Siria, y entendí con precisión por qué en Mongolia enterraban a las viudas con sus maridos difuntos.
Mi visión se remontaba tan alto que alcanzaba a ver, al fin, en la lejanía del tiempo y del espacio, en la supresión de mis barreras intuitivas, lo absoluto.
Sumido en este loco azar de los descubrimientos, no pude darme cuenta de que una serpiente se deslizaba en el interior de la habitación, amenazando con destruir aquel sistema armónico e infinitamente frágil. Ni ver la sorpresa que produjo en el súcubo y en la lechuza. Los dos ancianos contendientes seguían colocando sus naipes imperturbablemente, con todas las apariencias de seguir un orden preestablecido. Yo había pasado a formar parte de ellos en la medida en que su misma espera asombrada me embargaba, y seguía con extremo interés cada uno de sus movimientos.
XII
De repente escuché lastimeros gemidos, aullidos de fiera, carcajadas sardónicas y escaramuzas de animales en la noche. Al mirar en torno a mí capté mi propio miedo envolviéndome y tamizando los acontecimientos más triviales. Y la tierra parecía girar bajo mis pies, se turbaba mi cerebro y presentía algún mal acechando.
Comprendí, finalmente, que la lechuza y la serpiente trataban mortal combate y el daimon aplaudía y se mofaba de ambos, como ya era su costumbre. Mientras los dos viejos de aire ausente y distraído se jugaban el destino de todo el universo, ellos parecían irse alborotando más y más, encrespando sus odios en la sangre, enturbiándose en obstinación y en ceguera hasta buscarse con saña asesina. Durante un instante casi milenario los dos enemigos se contemplaron atrapados en una furia secreta, agazapados en su deseo de muerte, más divididos en una lucha interna que en hostigamientos superficiales. Un segundo más y, sin atreverse a atacar, se manifestaban como inmersos en tensa fatiga, en expectante silencio, y se miraban fijamente a los ojos. El reptil siseaba y la lechuza emitía sordos quejidos de bestia herida. El súcubo les hacia coro aullando como un chacal famélico. Sobre el lomo del ave manaba, trágicamente, la sangre. El joven daimon los observaba ahora en silencio, como fascinado por un conjuro, y daba grandes saltos en el aire.
Al sentir un chasquido puede ver a la serpiente abalanzarse sobre el pájaro nocturno, y comprendí la trascendencia de aquella lucha breve y decisoria. La montaña de cartas parecía contener sus murmullos, como un espectador más, mientras me parecía comprobar que a cada aletazo de la maltrecha lechuza o a cada acometida del ofidio ese trémulo tejido de los mundos simulaba derrumbarse de forma inminente ante mis ojos, y con él todos nosotros...
Al fin mi mirada se cruzó con la del daimon, febril y lejana; éste aullaba como un epiléptico y me era muy difícil distinguir en la barahúnda de sus aullidos y carcajadas otra cosa que un sordo contento, no sólo por el alboroto de la pelea, sino porque los viejos, al escuchar tanto ruido, sintiéndose enardecidos, se insultaban con vehemencia en aquella lengua inculta y zafia que por hablarse en regiones desérticas no se ha conservado en la memoria de los hombres.
No pasó mucho tiempo sin que se dejara oír un estertor agónico, y se vio caer al búho derrotado, presa ya de la muerte, y, en breve, botín y alimento del ofidio. Al punto, los viejos suspendieron el juego, y parecía que todas las cosas quedaban detenidas igualmente, el atardecer quedaba fijado en su luz permanente y el alba azotaba los rostros con sus luces inciertas.
XIII
En la oscuridad observé como dos chiribitas, luego me resultó insólito el resplandor en los ojos del súcubo, y tomé conciencia de su inquina contra el reptil por haberle arrebatado para siempre a su compañero de juegos y haber cesado en el bélico espectáculo que tanto le agradaba. Haciéndose con un alfanje que encontró colgado en el muro se lanzó a perseguir a la serpiente por la inmensidad lunar de la estancia. Al sentir su afán de venganza y observar sus contorsiones inhábiles mi temor se consolidaba. Los dos jugadores habían proseguido su juego y parecía cercano el fin, pues la pirámide de naipes llegaba casi al techo. Se ayudaban ahora de unos andamios, sobre los que se habían encaramado para proseguir. Y encerraban un sórdido desdén reciproco en sus rostros de momias salitrosas.
Mi mirada, por lo demás, se mantenía fija ahora en el cúmulo de naipes, esperando una catástrofe de un instante a otro.
—Ven, ayúdame a matarla, me murmuraba el daimon.
Y su belleza resplandecía en la tiniebla, incitándome a colaborar en su empresa y a poseerla, a pesar de mi resistencia a todo acto violento y de mi repugnancia por su carne ajada y hedionda.
Cuando tanto el espíritu como el reptil se acercaban peligrosamente al montón de cartas mi corazón aceleraba sus latidos y mi respiración se volvía tan densa como la brisa del verano, difícil y entrecortada.
Apenas me di cuenta de la gravedad del momento. Fue menos que un segundo y bastó. Ni siquiera me dio tiempo a reflexionar que las cosas importantes suceden en muy poco tiempo. La serpiente se enroscó alrededor de una de las tablas de aquel enorme andamio, cuando apenas se sostenían ya los cromáticos cartones, y ascendió silbando y emitiendo una baba viscosa.
Apenas lo hubo hecho, cuando rozó el primer naipe con que se encontró, sobre el que reposaba una buena parte de la inmensa mole aparencial de papel. Toda la montaña se vino abajo. A lo lejos, en la noche, aullaron los lobos, presintiendo funestos sucesos, y las estrellas, por un momento, se apagaron. El daimon chilló como un niño travieso y los viejos cayeron de los andamios.
XIV
Si pudiera describir aquel cataclismo utilizaría palabras de cien letras, silencios augurales, signos tipográficos inéditos (¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿, por ejemplo), balbuceos de espectros, pues sólo a los dioses está permitido hablar de la muerte y del renacer del cosmos.
Sólo combinando evocaciones conjuntas de maremotos, seísmos, ciudades sepultadas en lava y explosiones estelares nos es factible imaginar la sucesión de las catástrofes. Las leyendas ancestrales de nuestros antepasados hablan de desastres ciclópeos y diluvios más que torrenciales. Imaginad también la mezcla arbitraria de todos los seres, calidades, materiales y tamaños, sin orden ni concierto bullendo en un magma informe; pensad en un elemento de tamaño colosal cayendo junto a un planeta como un aerolito biológico que sobrepasa toda figuración o hipótesis. Pensad también en el tumulto de unas orquídeas macroscópicas estampándose como soles de belleza en la densa superficie de un mapa. Tonantes sonidos y fulgores acres como el alma del fuego. Y suponeos que al igual que la montaña de naipes el universo se derrumba. Basta imaginarlo sólo por un instante para empezar a temblar.
Mientras yo percibía el suceso indescriptible, el daimon de cabellos rojos y sonrisa burlona trataba de huir, pero lo sujeté por las muñecas y le dije:
—Ahora comprendo qué grave error he cometido, aunque demasiado tarde (pues esperaba ver desplomarse sobre mi cabeza algún fragmento de universo de un momento a otro).
Y, mientras fingía escucharme, él sólo quería reír, lanzar protervas carcajadas con mayor fuerza cada vez, como un orate. Con aire zalamero acercaba su cara al montón de naipes, recogiendo alguna para volver a tirarla, mientras el resto iba cayendo en cascada caótica de incontenibles catástrofes. Pero no era aún tiempo de palinodias y lamentos, y opté por examinar detenidamente aquella derrota sucesiva, inconmensurable, en la que todos los seres, vivos o inertes, teníamos nuestra parte.
XV
Fue así como se me ocurrió la idea de conservar una de las cartas, elegida al azar, de cazarla al vuelo mientras la monumental lotería se deshacía en lo unidimensional. Fue más bien una exacta coincidencia. Y en ese naipe de augurio había un nombre y un símbolo: una serpiente que se muerde la cola, con una palabra debajo, OUROBOROS. Y cuando todo hubo acabado y me convencí de que mi vida no peligraba, distinguí los cadáveres de los dos viejos, caídos desde los descomunales andamios, junto a la acumulación caprichosa de naipes, que había cesado de desmoronarse a la altura del suelo. La serpiente había desaparecido, reptando sobre las frías losetas, para ir a perderse en la noche, que acoge a todas las serpientes. El cielo seguía en su sitio, si exceptuamos alguna que otra estrella fugaz. Los astros habían vuelto a brillar, con idéntica fuerza, si no con un fuego más inquieto aún, como partícipes de otro nuevo secreto. Y el daimon parecía cansado y melancólico, como una adolescente que ha concluido las tareas domésticas. Los naipes, derrengados y esparcidos caprichosamente, guardaban gran similitud con las hojas secas de un árbol, pero de un árbol de irrealidad, de naturaleza pitagórica o cabalística. Y ahora sí que eran asépticas y frías sus imágenes, como las que aparecen en los libros, impresas en colores mortecinos que van cediendo con el paso de los años a una pátina de tristeza y de polvo. Toda su expresión de vida había desaparecido.
Despedí al súcubo deseándole una feliz eternidad y lancé a un estanque de agua nítida y perfumada el talismán que me alcanzaba todo dominio sobre él. Siendo ahora otra persona, alguien por encima del bien y del mal, no me restaba otro oficio que dedicarme a la meditación y convertirme en un lama.
Y me encaminé a un monasterio de las montañas, desde donde he escrito este relato. Nada quiero decir sobre estos mis últimos años. Sobre mi memoria quedará siempre, conjetural, pero definitivo, el peso de los hechos. Y el naipe simbólico en el que estaban concentradas todas las leyes y normas de los ciclos que rigen lo absoluto es ahora objeto de culto. Encerrado en siete cajas de oro (y éstas en una arqueta de bronce) aparece como la encarnación del orden cósmico en nuestra tierra.
Viajero del tiempo y de las infinitas geografías, si este manuscrito llega hasta ti, no lo destruyas, entrégalo a los sabios para que lo analicen y den fe de su enigma. Paz a todos los vivientes.
© Juan Francisco Cañones Castelló (Del libro "El viajero y otros relatos")
______________________________________
[1] SUCUBO: se refiere al diablo que toma posesión de un cuerpo, según las leyendas medievales, particularmente a un diablo femenino.
[2] EL OUROBOROS, símbolo principal que motiva todo el relato. Por su forma circular es el símbolo de todo lo cíclico, lo que se repite periódicamente. Por extensión simboliza al universo, también por ser redondo, como se dice también del cosmos. Coincide con simbologías orientales, como el Yin y el Yang, etc. Tiene la forma de una serpiente que se devora a sí misma; la misma vida se consume viviendo. Es un símbolo muy complejo que muestra distintos significados según los distintos contextos.
[3] Daimon: si bien el término es griego y evoca el espíritu que guiaba a Sócrates, su genio particular, aquí no tiene otro sentido que el de ser sinónimo de “aparecido”, es decir, espíritu de un muerto que retorna del más allá, y de “espíritu” a secas. Tiene su equivalente cristiano en demonio, aunque con unas connotaciones malignas de que carecía en griego.
[4] BOTELLA DE SELLO SALÓMÓNICO: hace referencia a las botellas en que se encerraba a los DJINN o genios de las mil y una noches (alusión a tradiciones comunes a árabes y hebreos: Salomón era considerado el jefe de los genios, y su sello bastaba para encerrar durante siglos y siglos a uno de aquellos espíritus en un recipiente de cristal).
[5] Evidentemente, el aparecido hablaba, si bien sus palabras no parecían ser tales, sino silencio. El tono contradictorio y paradójico refuerza el contenido esotérico sub- yacente.
[6] Allí donde los jabalíes y el rechinar de dientes: la segunda parte de la frase alude a «allí será el llanto y el rechinar de dientes», expresión muy corriente en la Biblia y que sirve para designar la «gehenna» o infierno hebreo, lugar de desolación que no equivale exactamente a nuestro infierno cristiano, ardiente y poblado de diablos.
[7] Alusión a las leyendas de fantasmas que son amantes frustrados, como es el caso de la historia que aparece en «El amor brujo», de Falla.
[8] Estos animales se alimentan de carroña e indican la muerte material, la del cuerpo, primer umbral en la escala de las muertes.
[9] La preocupación por el destino es una constante en el cuento. Se trata el tema del entrecruzamiento del destino individual con el del universo. Esta temática tan abstracta es resuelta mediante una alegoría, es decir, un conjunto de símbolos cuyas significaciones tienden a entrecruzarse, a converger en un significado común que enriquece a todo el conjunto.
[10] La sombra y el alma aparecen como idénticas en distintas culturas y tradiciones. La sombra, como el alma, acompaña siempre al cuerpo.
[11] Se alude al «edelweiss», flor de difícil búsqueda, por crecer casi junto a las nieves de las montañas.
[12] El justo, el sabio, el filósofo, el vidente, son todos sinónimos del asceta, arquetipo de hombre retirado del mundo y que, cultivando su yo interior, se entrega a la decantación de su sabiduría meditativa.
[13] Inmutable es uno de los nombres de la divinidad, como también «lo absoluto», etc.